Megalomanía humana

La soledad del dictador

Si Putin fuera un personaje de ficción, habría que enmendarlo. Hacerlo comprensible, verosímil, explicable

Vladimir Putin.

Vladimir Putin.

Care Santos

Care Santos

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Siempre me ha inquietado la soledad del tirano, del déspota, del afectado de grandilocuencia. Me gustan las novelas de dictadores, ese subgénero que exploró el brillo y la herrumbre de los hombres que se creen más que los demás, y donde coexisten el Tirano Banderas de Valle-Inclán, el patriarca de García Márquez o el Burundún-Burundá de Jorge Zalamea, por no olvidar las aportaciones al género que hicieron Roa Bastos, Vargas Llosa, Miguel Ángel Asturias, Jorge Ibargüengoitia o tantos otros. Y se ve que hablamos más del género humano que de un asunto literario, por eso las novelas de dictadores son tan antiguas e inevitables como nosotros mismos. Y desde luego, tal como anda el mundo, no van a pasar de moda.  

Durante una visita que hice hace años al Palacio Dolmabahçe de Estambul no podía quitarme de la cabeza al Sultán Abdülmecit, quien lo mandó construir a mediados del siglo XIX y lo habitó. El palacio tiene quince mil metros cuadrados, 285 habitaciones, 65 lavabos y 43 salas de reuniones. Costó el equivalente a 35 toneladas de oro, decoración aparte. Pasa por ser, con toda justicia, una de las construcciones más disparatadas que haya ideado jamás la megalomanía humana, ya de por sí disparatada y gigante.

Recorrí sus estancias —las visitables, claro— horrorizada, compadeciendo la soledad de sus habitantes, imaginando cómo debía de ser tener dolor de muelas en ese sitio. Preguntándome si la soledad no es mucho más insoportable cuando todo a tu alrededor constata tu supuesta grandeza. O cuando estás rodeado de servidores (pagados) y de concubinas (más solas que tú). Me dio pena el sultán, de quien por otra parte poco sé, salvo que en los retratos es un señor con penacho y que introdujo grandes reformas europeizantes en su país, que no gustaron a muchos. Murió de tuberculosis a los 38 años. Se casó trece veces, tenía una esposa legal —la octava— y un harén poblado de concubinas que no parece que le acompañaran mucho. No tuvo hijos, así que legó todo lo que hizo en el mundo a un medio hermano, su sucesor en el trono y en lo demás. Visto desde la distancia, la suya no parece haber sido una existencia muy feliz.

Pocas cosas son más misteriosas que la motivación humana. Los cánones de la invención de personajes de ficción ponen mucho énfasis en ello. ¿Qué quiere el personaje?, debes preguntarte. Todos los actores de la acción deben querer algo, afirman los grandes autores, los manuales, los teóricos. Es curioso: a veces cuesta saber lo que quieren las personas de carne y hueso, por qué actúan cómo lo hacen, qué piensan, qué sienten; pero ese es un lujo que en la ficción no podemos permitirnos. Por eso la ficción suele ser más clara, más acotada y más verosímil que la realidad. Porque las razones importan. Y hay que contarlas. 

Si Putin fuera un personaje de ficción, habría que enmendarlo. Hacerlo comprensible, verosímil, explicable. Mostrar la terrible soledad que esconde el gesto hierático, el drama, la inexorable vulgaridad. Ya sabemos a qué género pertenece su historia.

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