La guerra de Ucrania

La derrota del mundo libre

Hoy un presidente paranoico –con 6.000 cabezas nucleares en su haber– puede invadir otro país y nadie, salvo los ocupados, van a plantarle cara militarmente

Soldados ucranianos se calientan en una hoguera en las inmediaciones de Kiev, Ucrania

Soldados ucranianos se calientan en una hoguera en las inmediaciones de Kiev, Ucrania / ALISA YAKUBOVYCH/EFE

Santi Terraza

Santi Terraza

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Cuando en septiembre de 1995, los cazas de 15 países de la OTAN organizaron, bajo la presión de Estados Unidos, la llamada Operación Fuerza Deliberada para atajar la masacre que la artillería serbobosnia estaba cometiendo en una guerra que hacía tres años que duraba, el presidente Bill Clinton lanzó dos mensajes claros. El primero, dirigido a los principales causantes del conflicto (Slobodan Milosevic, Radovan Karadzic y Ratko Mladic): el genocidio debía finalizar y no podía quedar impune. Y el segundo, a la Vieja Europa: una catástrofe como lo que había permitido en su continente no podía volver a repetirse. La operación acabó provocando los Acuerdos de Dayton, el mes de noviembre siguiente, que pusieron fin a un triste episodio que provocó 100.000 muertos y más de 1 millón de desplazados, y los tres criminales serbios acabaron condenados por la Corte Internacional. Era tarde para las víctimas y sus familiares, pero, como mínimo, permitió corregir los libros de Historia.

La guerra de Bosnia fue una de los mayores fracasos de Europa tras el final de la Segunda Guerra Mundial. A tan solo 300 quilómetros de Venecia, se produjeron genocidios, masacres, violaciones y limpieza étnica, mientras los líderes europeos eran incapaces de encontrar una solución. Tuvo que ser Bill Clinton –el último presidente norteamericano que ha conseguido mantener el mundo en orden– quien dijera “¡basta!” a tal barbarie.

Casi 30 años después, Ucrania no tiene un Bill Clinton en el que acogerse, y Europa continúa, como entonces, huérfana de líderes. De toda la larga lista de elementos fatídicos que acompañan la invasión rusa de Ucrania hay uno que, previsiblemente, marcará el devenir del Nuevo Orden Internacional: la defensa de la democracia y la libertad no son motivo suficiente para responder militarmente a un ataque sin piedad como el que Putin está practicando con Ucrania. 

Esto se trata de algo nuevo en la Historia actual de Europa. En 1995, las masacres de los ultranacionalistas serbios originaron la participación internacional por injerencia humanitaria. Cuatro años después sucedió lo mismo en Kosovo, en que la OTAN tuvo que acabar interviniendo para frenar la campaña de Belgrado. Entre 1945 y 1989, el propio alcance de la Guerra Fría había evitado que ninguna de las partes pusiera en riesgo la estabilidad internacional con la locura de una guerra nuclear.

Pero desde que se derrumbó el comunismo soviético y la OTAN intervino en los Balcanes, el mundo no presenta ese, ahora añorado, equilibrio de poderes que garantizaba la paz mundial. En estos años, Estados Unidos ha cometido demasiados errores en Oriente Próximo y la globalización ha generado suficientes interdependencias como para permitir una intervención humanitaria aliada en defensa de la democracia, con los riesgos que ello supone.

A pesar del horror que provoca la acción de Putin, ninguna familia occidental está dispuesta a enviar a sus hijos a los campos helados de Ucrania y pocos aceptan pagar el gas más caro para, tal vez, condicionar a Rusia. El mundo actual es mucho más inseguro que el de una Guerra Fría que tenía miles de armas nucleares apuntándose entre sí. Hoy un presidente paranoico –con 6.000 cabezas nucleares en su haber– puede invadir otro país y nadie, salvo los ocupados, van a plantarle cara militarmente.

El terrible escenario que nos dejará la guerra de Ucrania es el fracaso absoluto del buenismo traducido en la Alianza de Civilizaciones, en la que los titulares de la bandera de la democracia y la libertad son los que acaban derrotados y cediendo ante los delirios de un nuevo zar. Francis Fukuyama no predijo en su célebre ensayo 'El Fin de la Historia' (1992) –en el que razonaba la victoria de la democracia tras el colapso del comunismo– que el mundo occidental acabaría siendo prisionero de sus propias armas: el bienestar de la población y la globalización. Una y otra son las que impiden que los países del mundo libre salgan en defensa de una soberanía nacional en la que no tienen intereses económicos.

Putin ha tomado buena nota de la tímida reacción europea. También lo han hecho China y la Turquía de Erdogan. Sin oposición internacional, sus planes expansionistas tienen campo para correr. Aquí estamos para unas simples sanciones económicas y levantando la pancarta del ‘No a la guerra’.

Suscríbete para seguir leyendo