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La vigencia de los clásicos

Dicen algunos observadores que Putin no pudo digerir que Washington cambiara sus habituales preocupaciones sobre Rusia por las crecientes acerca de China. Por esto levantó el dedo, pidió la palabra y recordó que su país sigue aspirando al protagonismo de antaño

El presidente ruso, Vladímir Putin.

El presidente ruso, Vladímir Putin. / DPA

Josep Cuní

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Cuando estalla una guerra, la primera víctima es la verdad. El tiempo, la propaganda y el belicismo mundial han dado la razón a Hiram Johnson, el senador norteamericano a quien se atribuye esta máxima y que, defendiendo el aislacionismo, se mantuvo en contra de que su país se adentrara en conflictos externos, así como de su integración en la Sociedad de Naciones tras la Primera Guerra Mundial.

De perfil populista para la época, se granjeó simpatías y votos. Fue gobernador de California después de fracasar como candidato a la vicepresidencia con Theodore Roosevelt cuando, hace algo más de 100 años, la posición internacional de este chocaba con la de su rival Woodrow Wilson. El presidente que mantenía que la política exterior debe reflejar las mismas normas morales que la ética personal.

No todos sus sucesores han actuado de acuerdo con aquellos principios detalladamente descritos por Henry Kissinger en ‘Diplomacia’. Incluso, algunos de ellos buscaron en un contencioso armado elementos de distracción para que la opinión pública dejara de fijarse en los problemas internos que erosionaban la imagen depreciada de la Casa Blanca. Ya se sabe, las guerras unen mientras matan. Cosa distinta es el drama en el que se convierten cuando los cadáveres regresan a casa.

Debe saberlo Vladimir Vladimirovich Putin (San Petersburgo, 7 de octubre de 1962) que esta semana ha asumido el riesgo. Demostrando que era capaz de actuar con la frialdad del calculador formado en el KGB que le tiene tomada la medida a sus contrarios internacionales, ha iniciado una invasión de incierto final por sus características, su dimensión y sus consecuencias mundiales. La excusa ha sido la franja de Ucrania en la que una parte de la población dice sentirse amenazada por ser rusa, aunque desde Kiev lo nieguen y repliquen que eso lo explican secesionistas o infiltrados que cruzan una frontera porosa para atentar y hacer proselitismo a favor de los intereses de Moscú. Y teniendo todos probablemente una parte de razón, todos se dejan llevar por el fervor patriótico, que puede acabar convirtiéndose en la causa sobre la que descansan los odios nacionales, como escribió Tolstoi.

Dicen algunos observadores que Putin no pudo digerir que Washington cambiara sus habituales preocupaciones sobre Rusia por las crecientes acerca de China. Por esto levantó el dedo, pidió la palabra y recordó que su país sigue aspirando al protagonismo de antaño. Y desde este punto de vista, lo ha conseguido. Si sobre aquel despecho podrá y sabrá recuperar la posición que vio desvanecerse con el fin de la Unión Soviética y reforzarla con la herencia recuperada del imperio de los zares, ya se verá. De momento, la mezcla histórica le ha servido para erigirse en un líder más peligroso de lo que Occidente sospechaba. Seguramente porque los países que hoy lamentan no haberle frenado a tiempo no leyeron ‘Crimen y castigo’, de Dostoievski. Y no tuvieron en cuenta la advertencia de quien mejor supo reflejar el alma rusa cuando precisa que, para conocer a una persona, hace falta haberla tratado y observado atentamente. De lo contrario, uno se expone a cometer errores de apreciación que más tarde son difíciles de rectificar.

Pau Carrió ha adaptado y dirige la obra en el Teatre LLiure. En el escenario, el protagonista busca la violencia para transgredir y empoderarse a sí mismo.

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