Ágora

Educación competencial y reflexión

Siendo un avance la tendencia a organizar el aprendizaje de forma competencial, sería un error dejar de potenciar la reflexión sobre los valores y la formación

Alumnos de la escuela Fructuós Gelabert, de Barcelona, en clase

Alumnos de la escuela Fructuós Gelabert, de Barcelona, en clase / MANU MITRU

Josep Gallifa

Josep Gallifa

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Una de las novedades de la ley de educación, también denominada ‘ley Celaá’, es que establece el principio de organización competencial del currículum y deja un amplio margen a cada autonomía para la configuración del mismo. En Catalunya se han preparado los decretos de ordenación de las enseñanzas para que entren en vigor el próximo curso. El aspecto más novedoso, en el que se viene trabajando desde hace años, es el de la transformación de todo el currículum a un formato competencial.

Cuando David McClelland, en Harvard, a principios de los 70, sugirió medir las competencias en lugar de la inteligencia, cambiando el énfasis de la evaluación, poco pensaría que este concepto de competencia fuera a tener un lugar tan destacado en los sistemas educativos. El término tuvo una rápida aceptación, en primer lugar, en la formación profesional, donde más fácilmente se pueden evaluar realizaciones. La evolución del concepto, sin embargo, avanzó en los 90 hacia las competencias emocionales y sociales, y también las que se pasaron a llamar competencias transversales, ‘key skills’, o también ‘soft skills’, llegándose pues a abarcar un amplio espectro de capacidades humanas.

Organismos internacionales como la OCDE han promovido la evaluación de competencias. Por ejemplo, en las conocidas pruebas PISA, que comparan algunas competencias básicas en diferentes sistemas educativos. Ello ha estimulado la competitividad internacional. Sin embargo, este planteamiento también recibió críticas por una excesiva subordinación de los sistemas educativos a los requisitos del mundo productivo, en detrimento de perspectivas más integrales.

Los movimientos para una educación activa han insistido en la necesidad de desarrollar competencias por estar más vinculadas a la acción. A pesar de ello, surge el interrogante de si un planteamiento totalmente competencial será adecuado para desarrollar las capacidades humanas reflexivas e intelectuales. Y una cuestión no menor es cómo transformar las pedagogías de nuestro sistema, que es más de tradición intelectualista qué competencial.

En este sentido, hace más de 400 años los jesuitas establecieron la ‘ratio studiorum’, que es un método para el aprendizaje en el que, antes de “aplicar” el conocimiento, hay que dominarlo, mediante el estudio intelectual. Por otra parte, el sistema educativo germánico tiene la tradición de la ‘bildung’, que es complementaria al desarrollo de disciplinas científicas o artísticas. ‘Bildung’ se puede traducir como formación, quizá más específicamente como autoformación o cultivo de uno mismo. Junto a los aspectos más técnicos y aplicados tiene que haber reflexión sobre los valores, pues la educación tiene una ineludible faceta de valoración. La reflexión sobre contenidos filosóficos o sapienciales son una parte importante de esta formación.

Incluso John Dewey, pedagogo norteamericano partidario de la educación activa, estableció que no aprendemos directamente de la experiencia sino de la reflexión sobre la experiencia. Reflexionar deviene una capacidad imprescindible y necesaria, mucho más en la educación secundaria y terciaria. Además, por la investigación sobre competencias transversales o ‘soft skills’ sabemos que para que se desarrollen se requiere implicación, voluntad y también conciencia reflexiva.

Siendo pues un avance la tendencia a organizar el aprendizaje de forma competencial, no tendríamos que entenderla solo como promover actividad, y sería un error dejar de potenciar la reflexión sobre los valores y la formación. En este sentido no parece una buena noticia que en los borradores de los decretos desaparezca la filosofía de los contenidos de la ESO.

Por todo lo anterior, vemos muy adecuado un modelo mayoritariamente competencial, pero suficientemente híbrido o combinado, a fin de que, además de orientar el sistema educativo hacia los estándares de organismos internacionales, pueda contribuir también al desarrollo de las capacidades reflexivas, del espíritu crítico, al cultivo de uno mismo, a promover valores compartidos y contribuir en definitiva al desarrollo humano integral.

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