La fractura en el PP

Crónica de un descalabro anunciado

España no puede permitirse más tiempo carecer de una contraparte conservadora al actual Gobierno de progreso que encabeza el partido socialista

Pablo Casado y Santiago Abascal.

Pablo Casado y Santiago Abascal. / Ballesteros

Marc Lamuà

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El pasado miércoles tuvimos una reunión vespertina de coordinación del grupo parlamentario socialista en el Congreso en la sala Fraga Iribarne. En ella cuelga una réplica del retrato de Fraga hecho por Hernán Cortés Moreno, perteneciente al grupo de los siete padres de la Constitución que decora la sala Constitucional. Bromeé con un compañero sobre que el político conservador parecía mirarnos extrañado, como pensando: ¿qué hago yo entre tantos socialistas? Visto como acaba la semana parlamentaria y política, más bien cabría interpretar su mirada de soslayo como una de circunspección por ver si el principal grupo de la cámara estaba bien o sumido en un caos como el suyo a esas horas.

Después de horas de ‘memes’ llenos de palomitas, aceitunas y humor cáustico, parece que la lectura que se hace en muchos lares es la de la satisfacción de ver al adversario sumido en el caos más absoluto, sin pensar en lo que eso conlleva para España. ¿Puede permitirse un país como el nuestro no tener un partido conservador serio, que articule la alternativa de derechas del país, que encauce los sentimientos de ciudadanos conservadores y les dé voz en las instituciones? Si la respuesta es sí, querido lector, siga hacia el siguiente artículo como si esto fuera un libro de escoger su propia aventura, porque lo que queda de este no le gustará.

España no puede permitirse más tiempo carecer de una contraparte conservadora al actual Gobierno de progreso que encabeza el partido socialista; una que pueda homologarse a los grandes partidos europeos de la derecha moderada, que ayudó a construir Europa desde la democracia cristiana y el centro derecha junto a la socialdemocracia.

Después de la implosión y muerte en ‘prime time’ de Ciudadanos fuimos más conscientes que nunca de que el Partido Popular había emprendido una carrera para dejar de sangrar por su derecha. Pero, contrariamente a lo que dictaba la razón, su opción fue la de correr a competir en lo ultra con Vox. Esto ha llevado a Casado a protagonizar algunos de los momentos más estrafalarios recordados en campañas electorales en España y a un discurso caótico que ha dejado a su partido a merced de Vox en Madrid, en Andalucía, en Murcia y finalmente en Castilla y León. A la vez que ha desatado la batalla que se percibía entre el sector Tea Party del partido, encabezado por Ayuso –que quiere unirse a los de verde desacomplejadamente para gobernar–, y los que se resisten a ello. Una batalla cruenta que lleva a Vox a ser el centro del espacio de derechas de España y desplaza el eje conservador a posiciones ultra en materias tan sensibles como economía, cultura, igualdad, servicios sociales o migraciones, como ya hemos visto en los últimos años en las citadas comunidades en donde el PP necesita el apoyo de Vox. Unos ultras que, finalmente, se han hartado de ser muleta y que gracias a la afinidad de múltiples dirigentes populares, ahora piden tocar poder ante la debilidad de los de azul.

Es el capítulo final de un descalabro que viene de lejos: a día de hoy los populares son testimoniales en comunidades como Catalunya o el País Vasco, y es una fuerza que ya no puede optar a vertebrar la necesaria transformación de España. El apoyo en los ultras para gobernar; el bloqueo que mantienen a la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que ya ha repercutido en la posición internacional de la democracia española; la deslealtad con España de ir a instituciones europeas a renegar del plan de recuperación; el uso de votos tránsfugas para intentar tumbar la reforma laboral salida del acuerdo entre sindicatos y patronal; el tono bronco y las soflamas demagógicas constantes en todas las tribunas públicas. Esa espiral, que empezó hace mucho, llega esta semana a su epítome con las dentelladas públicas televisadas entre los líderes conservadores. Se trata de una discusión en la que una cierta opinión pública pone al mismo nivel la inoperancia de Casado con una Isabel Díaz Ayuso que o bien ha cometido una ilegalidad o bien una inmoralidad con dinero público, y que ha tenido como consecuencia manifestaciones en la puerta de Génova que no pueden dejar de parecerse a esas convocatorias en la plaza de Sant Jaume en defensa de Pujol con el caso Banca Catalana. Y es que la derecha es derecha, ya sea en Barcelona o en Madrid. 

Ante eso, el contraste que ha ofrecido en las sesiones de control en las cortes el presidente Sánchez, que lejos de enrocarse en una posición egoísta ante el descalabro del antagonista dejó muy claro que la prioridad para los socialistas es poner coto a la ultraderecha en España. Que pensaba hacerlo, además, a costa de habilitar gobiernos de signo contrario, siempre que se comparta el veto a la extrema derecha en todas las instituciones. Esta firmeza y ofrecimiento, que sin duda pueden hacernos sentir orgullosos a todos los socialistas del país, de momento solo han sido respondidos con el silencio de Casado. Algo que España no puede permitirse el mismo día que empiezan a caer bombas en la vecina Ucrania.

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