La fiebre del disfraz en el cine
Por muy buenos que sean los actores, soy incapaz de no despistarme con el maquillaje. Cualquier intento de conectar con la historia y leer las emociones de los personajes se convierte automáticamente en un fracaso
Desirée de Fez
Periodista y crítica de cine.
Desirée de Fez
Sin entrar a cuestionar si el maquillaje en sí está bien o mal, es bastante evidente que lo de las caracterizaciones en el cine reciente empieza a ser preocupante. O, como mínimo, empieza a ser algo sobre lo que pensar y a lo que dar un par de vueltas. Hay, al menos, tres ejemplos cercanos evidentes en películas estrenadas hace poco. Uno es la caracterización de Jessica Chastain en 'Los ojos de Tammy Faye' (2021), en la que está irreconocible en la piel de un personaje real, una telepredicadora que hizo negocio (y conoció el fracaso) en las décadas de los 70 y los 80. Otro es la transformación de Nicole Kidman en Lucille Ball, la mítica actriz y comediante, en la película de Aaron Sorkin 'Ser los Ricardo' (2021). Y, aunque esté más justificado por la naturaleza excesiva y excéntrica de la película, el tercero es el aspecto de Jared Leto en 'La casa Gucci' (2021), donde encarna al empresario y diseñador de moda Paolo Gucci y directamente parece otra persona. Seguro que esos disfraces son defendibles. Es defendible el trabajo de los artistas de maquillaje y peluquería de esas películas, los de 'Los ojos de Tammy Faye' y 'La casa Gucci' están nominados al Oscar este año. Nadie duda de su maestría para cambiarle la cara a los actores y convertirlos en otras personas. Y, por supuesto, es defendible también el trabajo de esos actores. Jessica Chastain y Nicole Kidman, de hecho, son tan buenas que brillan y dan un recital de matices a pesar de las máscaras que les han puesto. Las dos están nominadas por sus respectivos trabajos.
Por otro lado, también hay justificaciones razonables y respetables a todos esos disfraces. Hay quien dice que Jessica Chastain luce así en 'Los ojos de Tammy Faye' porque la verdadera Tammy Faye también lucía así; que Lucille Ball es demasiado icónica para cambiarle la cara por la de otra actriz tan conocida; y que a Jared Leto, sencillamente, le encanta disfrazarse en sus películas y los directores ya se lo proponen como un juego. Y todo tiene, de alguna manera, sentido. Sin embargo, supongo que no soy la única persona a la que esta nueva fiebre del disfraz, una tendencia que tiene su versión ligera en los pósters de muchas películas (¿por qué incluso los actores más conocidos están tan retocados en los carteles que podrían ser cualquiera?), le distancia de las películas. Por muy buenos que sean los actores, soy incapaz de no despistarme con el maquillaje, de no distraerme con el disfraz. Cualquier intento de conectar con la historia y leer las emociones de los personajes se convierte automáticamente en un fracaso. No obstante, hay algo más preocupante que esa dificultad de conexión que probablemente muchos espectadores no tengan. Lo más preocupante es que ese gusto por una recreación ridículamente fiel de personajes reales y, por extensión, de historias –más o menos– verdaderas es uno de los síntomas del exceso de literalidad de parte importante de la ficción contemporánea (especialmente, la más comercial). No es buena idea robarle a las películas la posibilidad de alejarse de la realidad, de volver a imaginarla, de convertirla si es necesario en una abstracción y de contar las cosas sin miedo a salirse del texto, por si a alguien se le escapa algo.
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