El mapa territorial español

Elogio de las provincias

La provincia fue una innovación revolucionaria, se dibujó desde el respeto por la historia y los límites tradicionales, buscando el consenso

Ejemplar de la Constitución

Ejemplar de la Constitución / Europa Press

Joaquim Coll

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El pasado 27 de enero se cumplieron 200 años de la primera división provincial en España mediante decreto. Las provincias cumplen, pues, dos siglos de existencia. Aunque casi siempre se las asocia con el Secretario de Estado Javier de Burgos, quien en 1833 dio al mapa su forma definitiva, vigente hasta hoy, la división provincial con algunas pequeñas diferencias empezó a operar una década antes gracias al trabajo de Felipe Bauzá y José Agustín Larramendi. Respondía al propósito nacido con la Constitución de Cádiz de disponer de un mapa territorial y de división administrativa más racional que el del Antiguo Régimen, que era un puzle de enclaves y jurisdicciones. Pero en 1823, con el fin del Trienio Liberal y el restablecimiento del absolutismo, quedó en suspenso. Sirva este bicentenario para reflexionar sobre una de las principales aportaciones de la revolución liberal y para desmentir algunas de las críticas que se le han hecho desde el apriorismo ideológico. Como ha escrito Jacobo García en su monumental estudio 'Provincias, regiones y comunidades autónomas. La formación del mapa político de España' (2012), que las provincias hayan resistido a las turbulentas etapas de la historia contemporánea española es la mejor prueba de la “complejidad, cuidado y hasta finura” con las que fueron definidas. Finalmente, también es significativo que ahora mismo, en la llamada España vaciada, el territorio que se reivindica frente a la desatención por parte de los Gobiernos central y autonómico sea justamente la provincia y sus municipios.

En Catalunya no deja de ser paradójico que el nacionalismo, por un lado, haya cuestionado con tanta inquina las provincias, hasta el punto que siguen siendo innombrables (está casi prohibido hablar de las provincias de Barcelona, Tarragona, Lleida o Girona), utilizándose eufemismos como demarcación; pero, por otro, haya sido incapaz de definir una mapa territorial no solo diferente, sino realmente útil y operativo. Primero recurrió a las comarcas, pensadas por Pau Vila en los años 30, en base a los ejes de los mercados tradicionales y a criterios geográficos. Reintroducidas a finales de la década de los ochenta por Jordi Pujol, han demostrado irradiar una gran fuerza identitaria, aunque tendente a la subdivisión (hoy son ya 42 las comarcas y hay reivindicaciones encima de la mesa), pero funcionalmente son débiles. Más tarde, con el nuevo Estatuto de 2006, se intentó de nuevo borrar a las provincias (y las diputaciones, claro está), sustituyéndolas por veguerías, ahora mismo son siete (Alt Pirineu i Aran, Girona, Catalunya Central, Barcelona, Penedès, Tarragona y Terres de l’Ebre), pero su fracaso es palpable. No funcionan ni como mapa de descentralización y desconcentración de todas los departamentos de la Generalitat, ni aún menos en el terreno de la cooperación local. Políticamente, los consejos de las veguerías tampoco se han puesto en marcha y eso que la ley que se votó en el Parlament por amplía mayoría es de 2010. 

Si las provincias han sobrevivido dos siglos es porque no se dibujaron con escuadra y cartabón, sino que en su división y delimitación se integró el pasado y se respetó la geografía. Se conservaron casi todos los límites externos de los reinos y principados, y la mayor parte de las provincias creadas son el resultado de la subdivisión de aquellos territorios históricos. Por otro lado, como ha escrito Jesús Burgueño en 'Geografía política de la España constitucional. La división provincial' (1996), el éxito y pervivencia de las provincias radica en buena parte en la voluntad de adecuar su diseño a la realidad de cada territorio y a la combinación de criterios diversos (naturales, culturales, demográficos), por lo que no hay unidades iguales, homogéneas. Aunque a nivel jurídico e institucional la provincia fue una innovación revolucionaria, se dibujó desde el respeto por la historia y los límites tradicionales, buscando el consenso. La división se hizo con el propósito de racionalizar y mejorar la eficacia del gobierno y la administración y, aunque también buscaba fortalecer la unidad nacional desde una concepción del nacionalismo liberal español, es falso que persiguiera diluir las identidades territoriales. 200 años después las provincias siguen funcionando y merecen nuestro elogio. 

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