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Abusos sexuales en la Iglesia: una comisión para reparar

Tras años levantando el telón del miedo y el olvido, aún es necesario que la Iglesia católica haga un verdadero examen de conciencia, aunque no sea a iniciativa propia

El jefe del Gobierno, Pedro Sánchez, se reúne con el presidente de la Conferencia Episcopal Juan José Omella

El jefe del Gobierno, Pedro Sánchez, se reúne con el presidente de la Conferencia Episcopal Juan José Omella / Pool Moncloa / Fernando Calvo

Del estallido del caso Maristas en las informaciones de este diario han pasado ya seis años. A partir de ese momento hubo un antes y un después: se han sucedido las revelaciones de víctimas que han dejado atrás años de miedo, vergüenza y silencio mientras los depredadores seguían impunes. Un cambio social que acabó teniendo consecuencias legislativas: la reforma de la ley de protección de la infancia que acota la prescipción de los delitos pasados y establece mecanismos para perseguir los que se produzcan hoy. Pero España, en relación a otros países afectados por esta lacra, sigue en el furgón de cola al menos en un aspecto, el de la identificación de casos, examen de conciencia y reparación de las víctimas por parte de la una de las estructuras de poder que, aún más en un Estado nacional-católico como lo fue España durante las cuatro décadas de dictadura franquista, cobijó prácticas de abuso y ocultación. En Francia, por ejemplo, fue la jerarquía misma, es decir, la Conferencia Episcopal, la que en 2018 decidió encargar a una comisión independiente el análisis de los casos desde 1950. Tras dos años y medio de investigaciones, concluyó que tenían «carácter sistémico» y propuso 45 medidas para evitar nuevos abusos, además de solicitar indemnizaciones para las víctimas. Si en Francia, con un marco de laicidad que se remonta al 1905, la lacra de la pederastia en la Iglesia ha sido sistémica, no es aventurado afirmar que difícilmente el caso español puede tener mucho menor calado. Las responsabilidades, por activa o por pasiva, interrogan al conjunto de la sociedad, pero la responsabilidad primera recae en la jerarquía católica: la Conferencia Episcopal, a medida que algunas de las víctimas iban denunciando los casos, ha ido -literalmente- arrastrando los pies en contraste con la valentía de otras conferencias episcopales y con la firme actitud del papa Francisco.

Es en este contexto -la dejación de responsabilidades de la cúpula episcopal y de algunas congregaciones religiosas- donde hay que enmarcar la petición de crear una comisión de investigación en el Congreso de los Diputados, presentada por Unidas Podemos, ERC y EH Bildu. El presidente del Gobierno parece haber querido reconvertir la propuesta en una iniciativa personal, redirigiéndola hacia la creación de una comisión independiente, bajo el paraguas del Defensor del Pueblo, integrada por expertos, miembros de las administraciones públicas, de las asociaciones de víctimas y de la propia Iglesia católica.  

Es difícil, lamentablemente, que el sentido de Estado se imponga en los debates y las comisiones del Parlamento, como se ha demostrado en demasiadas ocasiones. En el punto medio está la virtud: no se trata de contraponer una comisión parlamentaria con otra de carácter independiente, sino de obtener un amplio mandato parlamentario para que esta lacra, con raíces históricas profundas, sea investigada con transparencia. De lo que se trata es de que el formato finalmente elegido en el Congreso permita tanto la claridad, imposible sin una cooperación responsable de la jerarquía eclesiástica, como el marco de privacidad que merecen algunas víctimas, con desgarros psíquicos y físicos que arrastran en silencio desde hace años.