Escritura

Hablemos de comas

Los jóvenes las utilizan más que nunca, al contrario de lo que ocurre con otros signos. Parece que el punto pierde popularidad porque se le considera soberbio, desagradable

El autor de Ulises

El autor de Ulises

Care Santos

Care Santos

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Se habla mucho estos días de la novela 'Ulises', de James Joyce, a raíz del centenario de su publicación. Es divertido comprobar que la controversia que generó entonces sigue vigente. Muchos no la soportan (entre ellos muchos escritores), otros la consideran la mayor genialidad del siglo XX. «Escribí 'Ulises' para tener a los críticos entretenidos durante 30 años», dijo su autor. Desde luego, lo logró. Y no solo tres décadas. Henos aquí, 100 años más tarde, dándole vueltas a la cosa. Sonriendo por quienes consideraron a Joyce un ordinario y un ser despreciable porque su Harold Bloom se masturba o defeca. Pero yo no quería hablar de nada esto en este artículo. Quería hablar de comas. 

Cada vez que se habla de 'Ulises' me acuerdo del monólogo de Molly Bloom, que cierra la novela. Cincuenta páginas sin puntos ni comas, que conocí en una adaptación teatral de los años 90, y que me conmovieron profundamente. El inmenso palabrerío de una mujer sola que espera a un marido a quien no quiere ver llegar. Me conmocionó la dimensión de su tragedia, claro, pero también el malabarismo literario que suponía escribirla así. Sin concesiones ni pausas.

Los seres escribientes dedicamos mucho tiempo a pensar en las pausas. Es decir, en las comas. De hecho, colocar las comas es una de las máximas dificultades de la escritura. Quién lo diría, ¿verdad?, un signo tan modesto. William Shakespeare empleó en sus obras 138.198 comas (muchas más que puntos o que cualquier otro signo de puntuación). Oscar Wilde tiene una frase famosa con respecto a los dolores de cabeza que provocan las comas: "Hoy me he pasado el día corrigiendo; por la mañana he quitado una coma y por la tarde la he vuelto a poner". 

Acabo de leer un libro que trata de comas: 'Píllale el punto a la coma'. Es un manual de puntuación, pero también un tratado sobre lo mucho que importa lo pequeño, lo casi invisible. Lo firma Bard Borch Michalsen, filólogo y noruego. También es un libro sobre lo repetitivos que somos los seres humanos. Hoy en la Tierra se escriben 15 millones de WhatsApps cada minuto, pero tenemos problemas con dónde poner las comas desde que Aristófanes de Bizancio las inventó en el siglo II antes de nuestra era. Su invento fue un gran avance para la humanidad. Normal: qué gusto tener donde respirar, saber que las cosas tienen un sentido. Se volvieron tan importantes que hubo dos eruditos del siglo XIX que se retaron a duelo porque discrepaban sobre su colocación en una frase. Uno de ellos murió, por cierto. No sé si habrá comas en su epitafio. Hoy en los talleres de escritura creativa se discute mucho sobre comas. Y, lo más curioso: los jóvenes las utilizan más que nunca, al contrario de lo que ocurre con otros signos. Parece que el punto pierde popularidad porque se le considera soberbio, desagradable. La coma, todo lo contrario. En una época en que toda la puntuación tiende a desaparecer, la coma se multiplica. Yo creo que Molly Bloom hubiera sido menos desgraciada si hubiera tenido comas y si hubiera sabido dónde ponerlas.

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