Reforma laboral: El decreto ley y sus problemas
Si el poder legislativo quiere imponer su voluntad al Gobierno lo habitual es que el Congreso valide el decreto ley para, a continuación, tramitarlo como un proyecto de ley por la vía de urgencia
Xavier Arbós
Catedrático de Derecho Constitucional (UB). Comité Editorial de EL PERIÓDICO
Xavier Arbós
Empecemos por Montesquieu y su famosa separación de poderes. Si se dividen las principales funciones del Estado en tres instituciones distintas, se evita que una sola de ellas acumule un poder excesivo. El poder legislativo hace las leyes, el poder ejecutivo asegura su cumplimiento y el poder judicial resuelve los conflictos en función de lo que las leyes disponen. Excepto los populistas, nadie discute que debe impedirse cualquier interferencia de los legisladores o de los gobiernos en las resoluciones de los jueces, que tienen el monopolio de su función jurisdiccional. Pero si nos fijamos en la relación que existe entre el poder legislativo y el poder ejecutivo, nos damos cuenta de que la separación entre ambos es más que porosa.
En un sistema parlamentario como el nuestro, la formación y la estabilidad del Ejecutivo dependen de la investidura y de la confianza del Congreso de los Diputados. Recíprocamente, el presidente del Gobierno puede forzar la disolución anticipada de las cámaras legislativas. Y la restricción más notable de la separación de poderes entre legislativo y ejecutivo se manifiesta en la existencia de decretos leyes. Su regulación, en el artículo 86 de la Constitución, nos muestra que el Gobierno puede dictar “disposiciones legislativas provisionales.” Esas normas son los decretos leyes, y constituyen un instrumento muy apetecible para cualquier Gobierno que carezca de mayoría en el Congreso: con un decreto ley es posible modificar la legislación que interese cambiar, sin tener que pasar por fatigosas negociaciones con los grupos parlamentarios para asegurarse de que un proyecto de ley se convierte en ley. Claro que eso tiene límites constitucionales, que aparecen en el precepto citado: solamente se puede dictar un decreto ley en caso de “extraordinaria y urgente necesidad”, algunas materias están excluidas y tiene un carácter provisional, que no puede alargarse más de treinta días sin someterse al voto del Congreso.
El real decreto ley 32/2021, que se someterá el jueves al voto del Congreso, puede rozar alguno de esos límites, y los especialistas lo están discutiendo. Se aduce que, si algunos de sus preceptos entran en vigor a los tres meses de su publicación en el BOE, el carácter urgente de los mismos se puede poner en duda. Por otra parte, se indica que, al afectar al derecho al trabajo, que figura en el artículo 35 de la Constitución, se está entrando en una zona prohibida a los decretos leyes. A esas críticas, muy razonables, se le oponen contraargumentos. Se dice que la seguridad jurídica aconseja que, para mantener la coherencia de la regulación, se integre en el mismo cuerpo normativo lo que deba entrar en vigor inmediatamente y lo que, vinculado a lo anterior, haya que dejar para un momento posterior. Por otra parte, por importante que sea la reforma de la contratación, no llega a afectar al régimen general del derecho al trabajo.
Esas cuestiones deben dilucidarse con un estudio sosegado, pero hay que tomar en consideración las consecuencias prácticas que pueden producirse si el decreto ley es derogado por el voto contrario del Congreso. En ese caso, ¿se volvería a la situación previa al decreto ley? Aunque es un tema controvertido, creo que no. La derogación tiene un carácter irreversible, y la decisión del Congreso no resucitaría lo que el decreto ley ha derogado. Entonces tendríamos un problema para determinar la normativa aplicable. Desde la entrada en vigor de la Constitución de 1978 solo cinco decretos leyes han sido derogados. Lo habitual es que el Congreso valide el decreto ley para, a continuación, tramitarlo como un proyecto de ley por la vía de urgencia, que le permite el mencionado artículo 86. De este modo es posible introducir enmiendas y, si es el caso, imponer la voluntad del poder legislativo sobre el Gobierno. De paso, en lo que nos ocupa, se evitaría desautorizar a los actores sociales que han llegado al acuerdo que el decreto ley refleja. Está claro que la voluntad de la CEOE y de los principales sindicatos no puede imponerse a quienes, según la Constitución, deciden. Pero no sería sensato que los grupos parlamentarios se dejaran llevar por intereses partidistas para marcar perfil propio.
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