Geopolítica

¿Pero qué narices hacemos en Ucrania?

El ansia de Pedro Sánchez para contentar al presidente Biden recordó peligrosamente a la sumisión desesperada que mostraba Aznar a Bush justo antes de que este lo aceptara en el selecto club de Las Azores

Pedro Sánchez, al teléfono, siguiendo la situación en Ucrania en contacto con representantes de las instituciones de la UE y líderes europeos

Pedro Sánchez, al teléfono, siguiendo la situación en Ucrania en contacto con representantes de las instituciones de la UE y líderes europeos / MONCLOA / BORJA PUIG DE LA BELLACASA

Ernest Folch

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Hay que preguntarse por qué España, pudiendo tener un perfil bajo, prudente y secundario en la inquietante crisis de Ucrania, prefirió empezar a gesticular a favor de Estados Unidos en una reunión teatralizada entre Albares y el secretario de Biden en Washington la semana pasada. Las ridículas prisas del Gobierno español para ser de repente el primero de la clase en la OTAN y el amigo más fiel de los americanos desembocó en el envío urgente y sobreactuado de una fragata militar desde El Ferrol hasta el Mar Negro y en una frenética ronda de llamadas de Pedro Sánchez a múltiples líderes europeos, que debían preguntarse asombrados a qué venía tanto frenesí español. Por un momento, el ansia de Pedro Sánchez para contentar al presidente Biden, que hasta hora solo le ha concedido una audiencia de 15 segundos en un pasillo de la OTAN, recordó peligrosamente a la sumisión desesperada que mostraba Aznar a Bush justo antes de que este lo aceptara en el selecto club de Las Azores: allí, poco después de poner los pies encima de la mesa, Bush, Blair y Aznar apretaron el siniestro botón que se llevaría por delante más de cien mil vidas.

El pasado es un fantasma que a veces vuelve en el momento más inoportuno, y quizás porque las comparaciones con aquel turbio preámbulo de la guerra de Irak empezaban a hacerse inevitables, Pedro Sánchez empezó al día siguiente a modelar su discurso, y oímos frases del estilo "es el momento de la diplomacia" y "apostamos por el diálogo para resolver la crisis". Sin duda, en su arrebato inicial el presidente soñaba con el premio de una audiencia de Biden que compensara el desaire anterior, y también en la cumbre de la OTAN del próximo junio que se celebrará precisamente en Madrid. Y por supuesto hay una emergencia energética, la voluntad de pararle los pies a Putin y todo lo que ustedes quieran, pero lo que delató a Moncloa no es su posicionamiento alineado con el resto de países de la Unión Europea sino su gesticulación exagerada. Es posible que el ideólogo en La Moncloa que vio el conflicto de Ucraina como una oportunidad se crea un genio de la geopolítica, pero ya se debe de haber dado cuenta que aquí no estamos ante un debate doméstico y virtual al estilo de las macrogranjas sino ante una posible guerra en plena Europa de consecuencias devastadoras.

A estas alturas, y viendo como poco a poco el presidente empieza a modular, por no decir recular, respecto al entusiasmo inicial, parece que alguien ha hecho la reflexión de que en España el fantasma de una guerra no es nunca un asunto menor. Mucho ojo con estas euforias belicistas gubernamentales, que el 15 de febrero de 2003 culminaron en una brutal movilización de más de tres millones de personas, que supusieron el principio del fin del 'aznarismo' y el inicio de todos los movimientos sociales que han marcado este inicio del siglo XXI. Y por mucho que Pedro Sánchez sea un refinado funambulista con capacidad de pactar a la vez con cualquier partido que no sea el PP o Vox, sabe perfectamente que una intervención activa en una eventual guerra en Ucrania rompería inevitablemente el acuerdo con Podemos, a quien dejaría una autopista electoral de primera clase. Es decir: que por mucho que se haya querido construir la imagen de un Putin diabólico (como antaño fue la de un Saddam Husein malvado) para justificar una guerra injustificable, esta vez, el camino a favor de la guerra tiene por suerte mucho menos recorrido. La guerra es un juguete demasiado peligroso como para ir manoseándolo con tantas frivolidades.

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