Prejuicios hacia los vulnerables

La práctica de garantizar los derechos humanos

La polémica en torno a la ubicación del albergue para toxicómanos sin hogar en Barcelona muestra la resistencia de la ciudadanía para corresponsabilizarse de las vulnerabilidades estructurales que el sistema genera

Clase de yoga en el nuevo albergue para toxicómanos

Clase de yoga en el nuevo albergue para toxicómanos / Zowy Voeten

Gemma Altell

Gemma Altell

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

El 18 de enero, Toni Sust firmaba un artículo en EL PERIÓDICO donde confirmaba la instalación definitiva del albergue para personas en consumo activo de drogas en uno de los distritos de  Barcelona. Este centro –pionero en Catalunya y en España– fue creado durante la etapa más dura de la pandemia (abril de 2020) para acoger a las personas sin hogar que están consumiendo drogas. La noticia ha saltado a los medios recientemente no por su relevancia social en relación al avance que supone su existencia para garantizar derechos sociales sino por las quejas vecinales sobre la supuesta peligrosidad del centro. El centro está impulsado por el Ayuntamiento de Barcelona y gestionado por una de las entidades más especialistas en esta cuestión, la Asociación Bienestar y Desarrollo (ABD).

Atender a las personas más desfavorecidas en toda su diversidad y no excluirlas de la posibilidad de ser acogidas independientemente de sus circunstancias personales y, más aún, acogerlas cuando enfrentan un grado extremo de vulnerabilidad no puede ser más que aplaudido como ejercicio de coherencia viniendo de un gobierno municipal de izquierdas que hace de los derechos sociales una de sus principales banderas. Probablemente muchos de los vecinos de la zona donde será instalado también aplaudirían la iniciativa si la leyeran en el periódico, pero… el problema está cuando nos toca cerca. A la ciudadanía nos gusta saber que alguien se ocupa de las personas más desfavorecidas, e incluso podemos votar las opciones políticas que más enfatizan en políticas sociales, pero a menudo no queremos verlo. No queremos verlo en directo. No queremos tener que enfrentarnos a nuestros prejuicios más profundos. Aquellos prejuicios que promueven ese estigma invisible a veces y muy visible otras hacia las personas que consumen drogas y que sigue calando en la sociedad. En los profundos años 80, cuando las drogas irrumpieron con fuerza en este país, eran habituales las manifestaciones contra lo que llamaban “las drogas” y por ende… los drogadictos.

Parece que no hemos avanzado mucho. Las desigualdades sociales siempre se presentan atravesadas por distintos ejes de vulnerabilidad que a menudo convergen en las mismas personas; la drogodependencia es uno de ellos. Hace ya décadas que las políticas sobre drogas abandonaron la abstinencia del consumo como la única vía para abordar las consecuencias negativas derivadas del consumo problemático. Garantizar el derecho a techo, comida, higiene es, en definitiva, garantizar la dignidad de las personas. Solo desde esta dignidad puede empezar a pensar alguien por dónde quiere (y puede) llevar su vida, y quizá, en ese momento y seguramente no antes, puede plantearse dejar de tomar drogas si así lo considera –como ha sido el caso de un porcentaje importante de habitantes del albergue–.

¿Los riesgos para la ciudadanía? No tengamos ninguna duda; los riesgos –si es que existen– nunca serán menos que cuando el consumo se produce en un entorno profesionalizado, pactado y con normas aceptadas. Por los demás, me pregunto si de las personas que están oponiendo resistencia alguna ha hecho el ejercicio de empatía de imaginarse cómo debe sentirse alguien que, después de muchos años viviendo en la calle, puede entrar en un centro donde se le permite vivir de forma libre, solo a cambio de respetar las normas de convivencia; y en ese proceso vuelve a recuperar su identidad como persona, como cualquiera de nosotros. En ese momento otra persona (seguramente bastante más privilegiada) te mira, sin conocerte, y te define como monstruo, o como delincuente, o como vicioso, o… un largo etcétera. Solo porque eres “el otro” o la “otra” (mucho más penalizadas las mujeres), porque la vida no te ha sonreído tanto, porque has vivido distinto. Algo se quiebra ante la incomprensión. Ante el ‘ellos’ contra el ‘nosotros’.

En una sociedad cada vez más desigual deberíamos aprovechar oportunidades como esta para corresponsabilizarnos de las vulnerabilidades estructurales que el sistema –es decir todos– sigue generando. Deberíamos aprovechar para aproximarnos a realidades que quizá nos son desconocidas pero que también habitan el mundo y mostrar a nuestros hijos e hijas otras vidas; para tomar consciencia. Es así como se garantizan en la práctica los derechos humanos.

Suscríbete para seguir leyendo