Ana Frank

Guerras que nunca acaban

Para evitar la repetición es preciso no dar los conflictos bélicos por amortizados, sino tenerlos como algo presente y aleccionador

Ana Frank.

Ana Frank. / periodico

Albert Garrido

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Hay guerras que parecen necesariamente condenadas a incrustarse en la memoria colectiva, generación tras generación. Nunca se desvanece la estela dejada por la carnicería como un tajo sin sanar; se mantiene como un recuerdo reciente, aunque haga muchos decenios que callaron las armas y que murieron todos o la mayoría de los combatientes. Cuando aparece en los medios la fotografía sonriente de Ana Frank, sentada en su escritorio de colegiada, renace la sensación de que la guerra sigue ahí tantos años después de que muriera de tifus en el campo de Bergen-Belsen, como si el final de la batalla fuese cosa de ayer.

No es infrecuente encontrar quienes sostienen que las guerras civiles, acaso todas las guerras modernas, nunca terminan del todo o llevará siglos que se disuelvan, que queden enterradas bajo estratos de otras guerras que hagan olvidar las que las precedieron. “Que de estos muertos a los que honramos se extraiga un mayor fervor hacia la causa por la que ellos entregaron la mayor muestra de devoción”, proclamó en Gettysburg el presidente Abraham Lincoln, en 1863. Pero es dudoso que aquella guerra ya lejana se cancelara con la rendición del Sur: detrás de la manipulación de las emociones practicada por el presidente Donald Trump es fácil encontrar la pervivencia de una fractura moral con un siglo y medio de antigüedad

Frente a un grupo afanoso de personas que buscan en la cuneta de una carretera los restos de muertos en la guerra civil española se dividen las opiniones, parapetados los descendientes de cada bando en palabras incapaces de convencer a los integrantes del otro. Aquello que sucedió pasa de padres a hijos como una herencia inmaterial, que mantiene viva la conmemoración de lo que la refriega no zanjó. Si es posible encontrar banderas confederadas en jardines privados de los Estados del Sur o la fotografía del general Lee en un parador de carretera en Misisipí, ¿cómo cabe sostener que ha pasado demasiada agua bajo los puentes para seguir reivindicando la memoria de los cuerpos sepultados en fosas comunes y la condena de sus victimarios?

Las guerras tienen una continuación dolorosamente necesaria, ineludible, que dignifica a las víctimas en igual medida que a quienes las recuerdan. Que fuese un destacado notario judío quien delatara a los Frank es importante, aunque, a lo que parece, es difícil de probar, pero es aún más importante caer en la cuenta de que aquella guerra, los ejecutores de los Frank, no son personajes de una lejana hecatombe, sino vecinos cercanos a nuestros días, actores en un cataclismo cuyo legado sigue ahí.

“Tanto los psicólogos como los historiadores han demostrado que el recuerdo de acontecimientos pasados no es estable, sino cambiante, y está sujeto a la influencia de las circunstancias actuales y los proyectos futuros de los individuos o los grupos sociales”, ha recordado la reputada profesora Susan Rubin Suleiman, de la Universidad de Harvard. Quizá es inevitable que tal cosa suceda, pero es imprescindible salvaguardar las dimensiones de la tragedia, del desmoronamiento de un mundo irrecuperable.

Un atardecer de la primavera de 1977, una veterana de la Resistencia francesa, una mujer menuda y vivaracha que acudió a una celebración familiar en un café de París frecuentado por españoles, dijo que hay que tener siempre presente aquello –la embestida nazi– porque, si no lo hacemos, puede repetirse la función, con otros figurantes y otros medios, pero con iguales o parecidos objetivos. Claro que para que eso no suceda es preciso no dar la guerra por amortizada, sino tenerla como algo presente y aleccionador. Habrá quien dirá que esto es tanto como dejar la guerra inconclusa o solo parcialmente acabada, y puede que esté en lo cierto.

En una carta dirigida a Sigmund Freud, Albert Einstein le pregunta en 1932: “¿Hay una manera de liberar a los seres humanos de la fatalidad de la guerra?” Si la hay, es condición indispensable no olvidar las más cercanas a nuestros días, guardarlas en la memoria como desastres irreparables que liquidaron el futuro antes de que el futuro llegara. Recuérdese: está Ana Frank sentada en su escritorio de colegiala feliz aguardando su futuro, pero nunca pudo saber qué le deparaba el porvenir.

Suscríbete para seguir leyendo