Peligro Djokovic
Si un tenista de éxito llega a ir por pura obstinación contra sus intereses, ¿qué podrá hacer un político poderoso y orgulloso?
Joan Tapia
Presidente del Comité Editorial de EL PERIÓDICO.
La gran mayoría de países están ampliando las medidas contra el coronavirus. La vacunación, aunque no infalible –como vemos en España– reduce mucho los riesgos de hospitalización y males mucho mayores. Austria e Italia han implantando la obligatoriedad de la vacuna y Alemania lo está estudiando, aunque hay división en el Gobierno de coalición. En Francia, Macron ha logrado aprobar el pasaporte sanitario y ha advertido que está dispuesto a todo para “fastidiar” (la traducción admite un verbo más contundente) a quienes se nieguen a vacunarse. En Estados Unidos, al pobre Biden el Supremo se lo acaba de prohibir.
En España la medida no está hoy en la agenda porque la tasa de vacunación es ya muy alta, no hay apenas movimientos contrarios y el Tribunal Constitucional se cargó el estado de alarma respecto a momentos de máxima mortalidad. Pero la cruzada por la vacunación, y su extensión a todos los países, es cada día más fuerte porque el coronavirus –y sus variantes– son una gran amenaza para la salud mundial y la recuperación económica. O sea, para el bienestar social y la libertad personal. Y Boris Johnson, que logró y tiene una gran mayoría absoluta, está contra las cuerdas por ‘partys’ en Downing Street cuando toda Inglaterra estaba encerrada. El confinamiento no admite una desigualdad tan obscena.
El caso de Novak Djokovic, el primer tenista del mundo, que acaba de ser expulsado de Australia por haber intentando participar en el Open de Australia –que ha ganado ya nueve veces– sin estar vacunado es una muestra más del cierre de filas de las democracias a favor de la vacunación. El torneo no será lo mismo tras la expulsión por tres años del gran jugador serbio. Pero la decisión de los jueces australianos, aprobando la retirada del visado a Djokovic decidida por el ministro del Interior, pone de relieve que tanto el dinero que mueven los emblemáticos trofeos como la idolatría hacia los grandes del deporte han perdido ante la disciplina conveniente para garantizar la salud pública.
El primer ministro, Scott Morrison, ha dicho que la expulsión se debía tanto a la posibilidad de contagio como a que su presencia en las pistas podía fomentar las tesis de los antivacunas. Melbourne ha estado confinado 260 días, Australia ha sido muy restrictiva respecto a las entradas de visitantes y todas esas medidas quedarían deslegitimadas si un deportista multimillonario hacía una exhibición de privilegio.
El presidente de Serbia (nacionalista) afirma que ha sido una caza de brujas contra una persona y un país. Pero la ATP ha rogado “encarecidamente” a los tenistas que se vacunen y Boris Becker, que también fue primero del mundo y su preparador, ha concluido: “Debe dejar de ser terco y dedicarse a lo suyo, hacer concesiones y vacunarse”.
Puro sentido común. Lo más incomprensible es que Djokovic ha decidido no hacerlo por obstinación y dogmatismo pese a que ello va a tener grandes desventajas para su carrera profesional. Tampoco podrá estar en Roland Garros y en los trofeos americanos y dejará de ser el primero del mundo.
Reflexión: si la cerrazón contra la ciencia lleva a un idolatrado deportista de élite a tomar decisiones muy inconvenientes hasta para sus intereses económicos, ¿qué podrá llegar a hacer un dirigente político poderoso, prisionero de su orgullo y su nacionalismo? Tras haber rodeado a Ucrania con 100.000 soldados, el riesgo es que Putin sea otro Djokovic, que también se acabe perjudicando. Ya lo hizo en Crimea en 2014.
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