El catalán más allá de Catalunya

El error de Joan Fuster

Es apropiado recordar en su centenario que las emociones no siempre ni a tanta velocidad se doblegan frente a las razones

Joan Fuster, junto con su amigo Josep Pla, en Sueca, en noviembre de 1964.

Joan Fuster, junto con su amigo Josep Pla, en Sueca, en noviembre de 1964.

Xavier Bru de Sala

Xavier Bru de Sala

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Mucho más que una cuestión de nombres, un asunto de sentimientos a flor de piel. Empecemos por Mallorca. Corrían tiempos de Transición en los que los aspirantes a políticos democráticos, aún tímidos, cedían la voz a quienes se habían ganado el prestigio a pulso desde las trincheras o las plataformas de la cultura. A finales de 1977, el bondadoso patriarca local de las letras Josep Maria Llompart leyó un discurso con ocasión de la mayor manifestación que jamás se haya visto en la isla en reivindicación de la autonomía. Como estaba ahí, puedo reportar lo que me quedó de alboroto cuando la multitud interrumpió al ilustre orador que reivindicaba la lengua catalana con gritos unánimes de “mallorquí, mallorquí, mallorquí”. Llompart, muy alterado, fuera de sí, replicaba con un fusteriano, "català, català, català". Como si una cosa negara la otra.

Si la denominación oficial de la lengua de Baleares acabó como catalán no es porque los mallorquines cambiaran de opinión, sino porque menorquines e ibicencos se negaron a admitir que hablaban mallorquín. Catalán pues como mal menor y todavía con reticencias, porque no había otro remedio. En el otro gran territorio de habla catalana, en cambio, la alternativa, la opción, la lucha oponía catalán y valenciano, primero de forma incipiente y después cada vez más radicalizada. Joan Fuster, el guía, el autor de mapas y caminos, era por méritos propios el líder de la primera opción. La otra era según él producto del localismo y de unos prejuicios sobre el gentilicio 'catalán' que se doblegarían con más facilidad si de paso y como si nada sustituíamos sistemáticamente la denominación de Catalunya por la de Principat y la de catalanes estrictos por ‘principatins’. No se trataba solo del nombre de la lengua sino de dos importantísimas decisiones más, referidas al nombre del antiguo Reino de Valencia y a la bandera que debía convertirse en oficial. València quedó descartado porque el resto del país no quería pasar por vecino de una capital vista con suspicacia. País Valencià habría podido imponerse pero, siguiendo a Fuster, quienes lo reivindicaban no se privaban de asociarlo a Països Catalans, de modo que adoptarlo suponía admitirse como parcela de una realidad mayor, en el fondo una sumisión a Catalunya aunque fuera simbólica.

Josep Benet habría aconsejado sin duda a sus amigos catalanistas de València que adoptaran el nombre de valencianistas, al menos para ocupar una plaza de tanta importancia y no dejarla en manos del enemigo. Pero la extraordinaria inteligencia estratégica de Benet se estrellaba contra las cuestiones fusterianas de principio. Con los principios no se transige. El racionalismo por encima de las emociones. La nación es única. Nada de franja azul en la bandera. La lengua de los valencianos es el catalán y de ahí no nos movemos. Pero de ahí fueron movidos, porque el blaverismo se apropió del valencianismo y lo convirtió, no en signo de identidad sino en furioso anticatalanismo. De modo que sentirse valenciano empezaba, de una manera que ahora encontraríamos pueril pero que hasta hace poco ha infligido mucho daño, por renegar de cualquier circunstancia histórica o presente, del más mínimo accidente o coincidencia con la catalanidad. Ser valenciano empezaba por extirpar todo lo que oliera a catalán. No súbditos, no hermanos, ni siquiera parientes sino luchadores contra el peligroso enemigo que nos quiere engullir y privar de la propia personalidad. Contra esa devastadora ola no se podía luchar. Esta oleada podía haberse esquivado según el pragmático método de apropiarse de ella. Franja azul, ¡pues claro! Valenciano, por supuesto, y más que nunca como denominación propia y equivalente de la lengua común, ya que los valencianos no son menos, saben vivir mucho mejor y forjaron la preciosa y precisa valenciana prosa y ha dado, además de papas a Roma, el mayor poeta de toda la literatura catalana.

Sin quitar ni una migaja del mérito a la obra de Joan Fuster, no es incompatible afianzar y reivindicar los homenajes que merece, empezando por el de la lectura de sus obras, altísima cima de lucidez cáustica, también es apropiado recordar en su centenario que las emociones no siempre ni a tanta velocidad se doblegan frente a las razones.

Suscríbete para seguir leyendo