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Una guerra fría diferente

Putin busca no solo la seguridad que supone que la silueta de la OTAN no se acerque a sus fronteras, sino éxitos escénicos ante sus ciudadanos

Reunión del consejo OTAN-Rusia

Reunión del consejo OTAN-Rusia / Olivier Hoslet / Reuters

En el corto espacio de tiempo que va de la videoconferencia mantenida por Joe Biden y Vladimir Putin al Consejo OTAN-Rusia del miércoles, con la negociación bilateral del martes en Ginebra entre diplomáticos estadounidenses y rusos como parada intermedia, se ha consagrado, por si no lo estaba, una atmósfera de crisis permanente, un ecosistema político que el presidente de Rusia maneja con especial desenvoltura. Mientras los 'think tank' a ambos lados de la divisoria escrutan la naturaleza y características de tal crisis de desconfianza acrecentada, no son pocos los analistas inclinados a decir que la sombra de la guerra fría es alargada. Pero algunos ingredientes llevan a pensar que el ADN del disenso es hoy bastante diferente del que caracterizó la carrera armamentista y la lucha por la hegemonía en las que se enzarzaron Estados Unidos y la Unión Soviética durante décadas.

La primera diferencia entre aquel entonces y ahora es que Rusia, aun siendo una gran potencia militar, carece de la consistencia operativa de antaño y es, al mismo tiempo, un sistema económico muy vulnerable en el seno de la economía global, aunque el auge de algunas compañías como Gazprom pueda inducir a pensar lo contrario. La segunda diferencia es que durante la guerra fría del pasado, Estados Unidos se medía con un solo adversario y ahora lo hace con dos -China es el otro contrincante-, con la particularidad de que ambos han acordado un matrimonio de conveniencia para responder a la competencia de la Casa Blanca y a la de un presidente debilitado se mire por donde se mire. La tercera diferencia es que Estados Unidos, a través de la OTAN, mantiene vigente la alianza con sus aliados de siempre no sin problemas -enormes durante la presidencia de Donald Trump-, en tanto que Rusia aún está en fase de reconstrucción de viejas complicidades que se esfumaron con el hundimiento de la URSS y la liquidación del Pacto de Varsovia.

De ahí que la invocación del espectro de la guerra fría tenga sentido, pero sea discutible que en el corto plazo haga acto de presencia. Tal cosa sucedería sin duda si el presidente Putin decidiera pasar de las amenazas a los hechos en Ucrania -100.000 soldados acampan cerca de la frontera-, o se personara con armas y bagajes en Cuba o Venezuela, algo que entrañaría un peligro extremo. Asimismo, se concretaría una versión posmoderna de la guerra fría si Ucrania ingresara en la OTAN a toda prisa, algo improbable, aunque no por completo descartable. Pero, por poco verosímiles que parezcan tales situaciones, cualquiera de ellas debe tenerse en cuenta en el cálculo de riesgos.

El hecho es que Moscú mantiene una vigilancia extrema sobre su patio trasero desde la cumbre de la OTAN celebrada en Bucarest en abril de 2008, que aprobó el ingreso de Ucrania y Georgia en la organización, aunque no fijó ni fecha ni condiciones. Y cuantas exigencias ha puesto sobre la mesa el presidente Putin obedecen a la pretensión de que, como en el pasado, la silueta de la OTAN se mantenga lo más lejos posible de las fronteras de Rusia. Le va en ello no solo conseguir estándares de seguridad de los que ahora cree no disponer, sino el éxito escénico que persigue ante sus conciudadanos, cada vez más escépticos a causa de la deriva autoritaria del régimen y cuya reacción ante los eventuales efectos de sanciones impuestas por Occidente, según se desarrollen los acontecimientos en Ucrania, es una incógnita que ni siquiera Putin está en condiciones de despejar.