Cara a cara

Lo que no se ve de la polémica sobre las macrogranjas

Arrecia la oposición a las macrogranjas: 237.000 firmas en contra

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Irune Ariño

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La polémica generada entorno a las recientes declaraciones del Ministro de Consumo, Alberto Garzón, acerca de lo desacertado que puede suponer que quien forma parte del gobierno de una nación arremeta contra un sector industrial importante para su economía, nos desvía de la necesidad de abrir un debate sosegado y alejado de sentimentalismos sobre la existencia de obligaciones para con el resto de animales.

Convivimos con millones de animales a los que maltratamos en festejos populares o matamos en mataderos o granjas para luego comerlos. Muchos defensores de estas prácticas utilizan la indiscutible constatación de que estos no tienen el raciocinio de la mayoría de seres humanos para acusarlos de no ser agentes morales (no tener la capacidad de realizar juicios morales y hacerse responsable de sus propias acciones) y, por ende, de no ser sujetos de derecho. Pero no explican por qué la capacidad de comprender que es un derecho y reclamarlo, así como realizar juicios morales, debe ser necesaria para la posesión de derechos. Si ese fuera el caso, no podríamos sostener porque los bebés o las personas con algún tipo de discapacidad psíquica sí son titulares de ellos.

Uno de los hallazgos más importantes realizados en las últimas décadas y que goza de un amplio consenso entre la comunidad científica, es que “los humanos no somos los únicos en poseer la base neurológica que da lugar a la consciencia” (Low et al., 2012). Los animales no humanos no son seres inconscientes sino todo lo contrario, son capaces de experimentar sentimientos (buenos y malos) y ser conscientes de una variedad de estados y sensaciones como el placer y el sufrimiento. Son seres sintientes. Esta capacidad se manifiesta en conductas que sólo pueden explicarse por la existencia de esta capacidad: sentido de justicia en primates como los chimpancés (Proctor et al., 2013), autoreconocimiento en elefantes asiáticos (Plotnik et al., 2006), o cómo los delfines lloran la muerte de sus crías (Reggente et al., 2016), entre otras.

Los animales no humanos actúan intencionalmente para sobrevivir y minimizar su sufrimiento. Son el tipo de seres que tienen (o pueden tener) intereses. De hecho, muchas especies de animales no podrían haber sobrevivido de no ser gracias a esta capacidad: la sintiencia es útil evolutivamente.

Autores como Henry Salt (1899) o Peter Singer (1975), entre muchos otros, han señalado que, quienes tienen capacidad para sufrir y disfrutar, deben estar protegidos contra el sufrimiento que otros individuos pueden provocarles. Dicho de otro modo, si los humanos huimos del sufrimiento y consideramos que morir es malo, no hay motivos para pensar que esto no sucede entre los animales no humanos. Por esto estamos obligados a abstenernos de infligirles dolor o sufrimiento.

Llegados a este punto cabe preguntarse si, mantener un tipo de industria solo porque genera riqueza y puestos de trabajo es una razón suficiente para no oponerse a ella, sobre todo si existen sospechas razonables sobre el efecto que puede tener sobre el bienestar de otros individuos, incluyendo a los animales no humanos. 

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