Política en serie

Vamos, Juan, de un trago

‘Vamos Juan’ solo se puede entender bien en nuestro país y con los códigos de un género autóctono, porque “de la imposibilidad de la tragedia surge el esperpento”

Javier Cámara, 'Vamos Juan'

Javier Cámara, 'Vamos Juan'

Miqui Otero

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En la política española, todo se puede explicar primero como una miserable farsa y luego como una gran tragedia.

La cita marxista no solo es inexacta sino incluso antónima, pero tiene sentido aquí porque la podría decir tranquilamente el protagonista de ‘Vamos Juan’. Si la traigo a colación (o, como diría él: “Si la traigo a coalición”) es porque, a pesar de estar invertida, resume un poco lo que logra esta serie: explicar la política española primero desde el chiste para acabar haciéndolo de un modo trágico.

Juan Carrasco es un político (calvo) de medio pelo que, por algo muy parecido al azar, logra ser alcalde de Logroño, ministro de Agricultura (“y pesca y alimentación y medio ambiente”, como le gusta matizar) y hasta firme candidato a la presidencia.

Engarfia índice y medio de cada mano para calzar comillas en el aire cuando quiere decir algo irónico (incluso en la palabra “presunto”, cuando es él el presunto corrupto), maltrata el refranero español (“de perdidos al monte”) y la pifia cada vez que quiere usar un anglicismo (le encanta hacer ‘briks’ para descansar, ‘speaks’ en público y no quiere ser un ‘pápit’, una marioneta).

Es un infeliz en permanente huida hacia adelante. Si se presenta un problema, desata otro mayor. Es la encarnación de aquella frase atribuida a Cromwell: “El hombre nunca avanza tan seguro como cuando no sabe a dónde va”.

Aunque pueda parecerse a las sátiras de Armando Iannucci, ‘Vamos Juan’ solo se puede entender bien en nuestro país y con los códigos de un género autóctono, porque “de la imposibilidad de la tragedia surge el esperpento”. La frase es de Valle-Inclán y con el cristal deformante del esperpento se mira esta serie brillantemente escrita e increíblemente protagonizada por Javier Cámara. Esa caricatura de lo grotesco, esa distancia irónica, ese desencanto, esa explotación loca de lo coloquial, ya sea por la pérdida de las colonias o por esta España posburbuja. Por muy serio que sea, yo no puedo recordar sin que me tiemble el labio por la risa el acento tejano de Aznar o las frases cubistas de Rajoy. Ni las pelis de Berlanga o las novelas de Santiago Lorenzo.

Podría parecer que Carrasco toca poder por mera suerte (una especie de Mr. Chance patrio), pero nos damos cuenta paulatinamente de hasta qué punto sus movimientos están controlados por los poderosos. Carrasco es, aunque él no quiera ser un ‘pápit’, un pelele. Y lo es a veces en la acepción de “persona débil o de poco carácter que se deja manejar”, pero sobre todo en la de: “Muñeco de figura humana hecho de paja que se saca en carnaval para quemarlo”.

 Es, además, un espejo del país. Con su obsesión por los “yintonis premium”, por ejemplo. Lo vemos tomarlos en copas de balón cada vez más grandes, compartir uno a medias cuando vienen mal dadas, asociar esa bebida a la sofisticación, emborracharse de tristeza. Pero solo lo vemos disfrutarlo de verdad cuando, en el último episodio, en un ‘flashback’ (él diría “flashdance”), se lo toma en vaso de tubo en un bar karaoke de Logroño. Nuestra historia reciente a través de esa borrachera aspiracional de gintónic.

Solía decir Montalbán, inventor además de “la literatura subnormal”, que en este país todos somos “víctima o verdugo”. Carrasco es las dos cosas. Primero, porque por muy rastrero que sea, siempre hay alguien peor. Y segundo, porque nos produce una emoción que en realidad existe en poquísimas culturas y aún menos idiomas: la idea de vergüenza ajena. Un sentimiento poderoso, entre el desprecio y la empatía, que nos provoca algo que odiamos cuando lo hace alguien en quien nos reconocemos. Vamos, Juan: de un trago.

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