La reforma del Estado del bienestar

Duda y error en las políticas sociales

Un anuncio de las farmacias 'tose' en la capital sueca para concienciar contra el tabaquismo

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Guillem López Casasnovas

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En la literatura sobre las desigualdades, ninguna de ellas es tan importante como la que se refleja en diferencias en salud. Que un grupo socioeconómico tenga una esperanza de vida menor que otro, o en años de vida libre de discapacidades, golpea el sentido moral de una sociedad. Cómo identificamos este grupo no es inocuo, ya sea por grupos de renta, por nivel de educación, por el lugar donde se vive, el trabajo que se tiene o el mayor o menor acceso a los sistemas sanitarios. Y hablamos de desigualdades, no de inequidades, que es un concepto más impreciso que el aritmético -si algo es igual a algo, o no, siempre queda más claro que si nos parece justo y equitativo ('fair', que dicen los ingleses).

En la realidad, resulta difícil no asociar cada uno de los anteriores factores, aisladamente o en conjunto, a efectos sociales indeseados: pobreza, privación, mortalidad prematura evitable. Pero después de largo tiempo observando cómo estas desigualdades se mantienen constantes o crecientes, incluso en sistemas de bienestar públicos, es inevitable pensar en la efectividad de las intervenciones. Alguien puede decir, claro, que se debe a que la cuantía con la que se financia una política no es suficiente. Pide un bazuca de recursos y no un tiro de precisión. Y argumenta que mucho peor sería eliminarlas. Pero lo cierto es que en los países más activos, que han gastado millones y millones en combatir desigualdades, lo que se ha observado en el mejor de los casos es que el impacto en la reducción del valor medio (o en la mejora de la salud) ha sido positivo. Pero en la medida en que ha afectado más a un grupo social que a otro (el de mayor respuesta a la medida siendo el más socialmente privilegiado), la diferencia -la desigualdad- no se ha reducido. O no se ha reducido lo suficiente como se esperaba, o no lo ha hecho con la potencia que requería una mínima evaluación de los recursos dedicados. Tal es la capacidad del sistema económico de crear desigualdades crecientes.

Hay una discusión técnica hoy. Identificar los factores más decisivos en el mantenimiento y reiteración de las desigualdades de salud para incidir particularmente en los grupos más vulnerables, de modo que las políticas universales serían erróneas, si se habla de reducir la desigualdad de forma seria. El acceso universal no es en efecto ninguna garantía de reducción, y menos de manera recurrente, por los diferentes hábitos de utilización que provocan hoy nuestros estados de bienestar, y sí lo serían medidas muy objetivadas en destino.

No descubro aquí la rueda, pero sí querría enfatizar que en un contexto de recursos escasos hay que focalizar más y dejar de lado (desafortunadamente, ya que no podemos dedicar más recursos, por positivos que sean los efectos que provocan) que no pasan una mínima evaluación de coste y resultados. Y así poder priorizar las políticas que sabemos que son directas y exitosas: en el campo de la salud, la lucha contra el tabaco, el alcohol en abuso, el sedentarismo y la obesidad. No la renta básica universal -que si es básica y universal es infinanciable-, no más y más paquetes de prestaciones sanitarias de valor desigual, no negaciones genéricas de las tasas y precios públicos como hace hoy la ley de equidad universal y cohesión del Gobierno español.

En cualquier caso, alguien puede seguir argumentando que si todo el mundo tuviera una mejor educación, igual renta, buenos puestos de trabajo y una infancia de excelencia, todo sería mejor. Sin embargo, debemos centrarnos en aquellas cosas que, estando al alcance, pueden funcionar mejor por la efectividad que muestran en la reducción del diferencial de salud por euro gastado. Y no se equivoquen: cuanto se dice del gran efecto redistributivo de gastar, genéricamente, en las pensiones, la educación o la sanidad para combatir las desigualdades es debido a la cuantía de lo que se gasta (el bazuca), que no por euro gastado: la vivienda es aquí la política social más redistributiva. Porque por euro gastado, va dirigida hoy a quien más selectivamente lo necesita.

Siguiendo la anterior recomendación, algunos economistas de la salud piensan que orientar la acción pública a reducir 'medias' para focalizar en las 'colas' de la distribución de la desigualdad hará perder la legitimidad del sistema de protección social. Puede ser, pero el coste de no hacerlo, en pleno cuestionamiento de la sostenibilidad financiera del Estado del bienestar, es que se mantenga un nivel de desigualdades sociales por muchos inaceptables.

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