La lucha contra el virus

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Ante los antivacunas

La prioridad debe ser la información y evitar la coerción. Lo que no quiere decir que quienes rechacen la vacuna no deban asumir consecuencias proporcionadas

Manifestantes antivacunas en Montevideo.

Manifestantes antivacunas en Montevideo. / Eitan Abramovich

La irrupción de la variante ómicron ha multiplicado la evidencia de que la administración de la vacuna, si no impide el contagio, sí reduce drásticamente la gravedad de los síntomas. Con el número de contagios disparados, es la única variable que explica que las hospitalizaciones, los ingresos en ucis y los fallecimientos no sigan ese mismo ritmo desenfrenado, sino todo lo contrario, con una relación directa entre menor impacto de esta sexta ola y cobertura vacunal por territorios o franjas de edad. Sencillamente, es el factor que mejor explica que, ante un virus aparentemente menos letal pero mucho más infeccioso, no estemos viviendo un drama. Que decenas de miles de pacientes, que con sus necesidades de atención en los CAP por síntomas leves están colapsando la atención primaria, no estén colapsando ucis y morgues. Los colectivos que por mil motivos siguen rechazando la vacunación por miedo, prejuicio, sospechas o suspicacia sistemática y visceral frente a cualquier conocimiento, iniciativa o recurso que cuente con el apoyo de cualquier autoridad (médica, política o médica) aun así siguen cerrando los ojos a estos datos. O incluso encuentran agarraderos en ellos, con interpretaciones sesgadas que juegan al equívoco entre cifras absolutas (los muchos casos registrados, con una incidencia muy baja, en un colectivo afortunadamente numerosísimo como el de los vacunados) y relativas (el menor número de casos que suma el recaer una incidencia mucho más alta en un colectivo mucho menor, el de los recalcitrantes antivacunas).

Ante la evidencia de que la resistencia a la vacunación es un factor que, más allá de perjudicar individualmente a quienes la rechazan, añade una carga adicional y evitable a un sistema en riesgo de saturación, dificulta el levantamiento de restricciones ya difíciles de sobrellevar al cabo de dos años y obliga a extremar las precauciones en entornos como el escolar, las autoridades sanitarias de algunos países han empezado a perder la paciencia. Como en Italia, que ha aprobado la vacunación obligatoria de los mayores de 50 años. O el compromiso -expresado bruscamente- del presidente francés de hacer la vida imposible a los no vacunados. O el ejemplo dado finalmente en Australia al rechazar el acceso del tenista Novak Djokovic por no demostrar que recibió la vacuna (o que tuvo razones médicas justificables para no haberla recibido).

Se trata de países donde el movimiento antivacuna tiene mayor arraigo y ha dejado a un mayor porcentaje de la población expuesto al virus, o que han fiado su seguridad a un cierre de fronteras facilitado por su situación geográfica. ¿Pero deberían ser actitudes a imitar en España? Afortunadamente, el colectivo reticente no supone aquí, por sus dimensiones, un riesgo para salud pública de la misma consideración. Y, viabilidad al margen por consideraciones legales, el riesgo de rearme de los colectivos antivacunas aumenta en cuanto pueden alegar vulneraciones de derechos individuales o el rechazo que genere su actitud se exprese en términos hirientes.

La respuesta no es fácil. La prioridad debe seguir siendo la información. Reiterativa si es necesario. Convincente siempre, lo que sería más fácil con decisiones de salud pública mejor explicadas y sin incoherencias o gestos sin sostén científico claro. Pero no es injustificado, sin llegar a prácticas de imposición y coerción, insistir en que quien toma una decisión individual debe asumir sus consecuencias, en forma de limitaciones proporcionales (como deberían ser las que aseguraran que los trabajadores de sectores como el sanitario o el de atención a los mayores no se conviertan en un riesgo para quienes deben atender) o incluso disuasorias (como el pasaporte sanitario en espacios de restauración cerrados). Simplemente, apelar a la responsabilidad individual y colectiva.