Mundo mágico

Lo de los Reyes

A veces me pesa la racionalidad y me gustaría que existieran tres tipos barbudos que nos traen regalos y, sobre todo, nos conceden deseos

reyes

reyes / Jordi Cotrina

Rosa Ribas

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A veces pienso que muchos escépticos compartimos la sensación de que quienes se entregan al pensamiento mágico no solo se mueren más tranquilos, sino que quizá también viven mejor. Es algo que ya intuía en la infancia, cuando me negué con obstinación a aceptar que lo de los Reyes Magos era un cuento.

Y eso que luchaba contra todo: contra la lógica, los datos, las voces que corrían por el colegio.

Luchaba, por ejemplo, contra el libro de geografía, porque bastaba con una ojeada a los mapas para ver que el relato era imposible. Ya que uno venía de Persia, el otro de Mesopotamia y el tercero de Etiopía. Persia aparecía en el libro de historia y se solapaba con el Irán del de geografía. Mesopotamia caía más o menos por Siria. Y Etiopía estaba clara. Así que pongamos que soy un rey mago, que –como los reyes suelen vivir en las capitales– estoy en Addis Abeba, que me entero de lo del mesías y decido (las razones nunca me quedaron claras) que me voy para Belén. Tengo que recorrer más de 2.500 kilómetros. Esto me lo ha calculado Google, cuando estaba en el colegio el cálculo fue más a ojo (a modo de curiosidad, el primer resultado que me ha dado el buscador ha sido la distancia entre un restaurante llamado Addis Abeba en mi barrio y Belén). En el belén de mi casa, Melchor iba a caballo, Gaspar en camello y Baltasar a lomos de un elefante. En caso de que el belén de casa fuera verídico, el caballo al galope alcanza una velocidad máxima de 65 o 70 kilómetros por hora, pero todos sabemos, por haber visto muchas películas del oeste, que, si mantienen este paso durante demasiado tiempo, se mueren reventados. Y un elefante puede alcanzar un pico de 40 kilómetros por hora, pero no por mucho tiempo.

Como el escepticismo también puede ser selectivo, ignoré las figuritas del belén de mi casa por poco realistas y me ceñí a la versión oficial de que los tres reyes fueron montados en camellos. Teniendo en cuenta que un camello puede echarse una carrera a 65 kilómetros por hora, pero que lo normal es que se desplace a 30, que los reyes no viajaban solos, sino con séquito, que no se viaja 24 horas al día, que tenían que encontrarse para hacer el viaje juntos, un viaje en el que cruzaban –así lo mostraba el atlas– extensos desiertos y cordilleras dificultosas. 2.500 kilómetros (desde el restaurante de mi barrio son más de 4.000) a camello entre el 25 de diciembre y el 6 de enero. Imposible.

La geografía, pues, estaba en contra.

También las pruebas empíricas, proporcionadas por la experiencia del viaje anual de la familia a Vistabella del Maestrazgo. Unos 350 kilómetros para los que el 850 –y después el R-8– de mi padre necesitaba unas cuatro horas. Descontando una pausa para desayunar y algunas paradas breves porque mis hermanos se mareaban con las curvas tremendas que había en el tramo final, 25-30 kilómetros interminables desde Adzaneta hasta Vistabella (yo era la de en medio, la que les pasaba la bolsa).  Un 850 no era un bólido, pero corría más que cualquier camello. Las cuentas no me salían.

Aun así, resistía con encono. Me negaba a entender la frase que se repetía en todos los recreos poco antes y poco después de las vacaciones de Navidad: los Reyes son los padres. Y eso que el verbo copulativo dejaba poco juego a la ambigüedad. El verbo “ser” es el signo de igual del idioma. Y, a pesar de que en clase de lengua y literatura ya algo nos habían explicado de las metáforas, era evidente que mis compañeros de clase no hacían una metáfora ahí. Era un signo de igual como una casa. Pero seguí ignorándolo. Esforzándome por ignorarlo.

Hasta que un arma de construcción y destrucción masiva puso fin a la batalla: una madre. En este caso la mía, que un día nos reunió a los tres hermanos y nos lo contó a los tres a la vez. Ya estaba. Se acabó. Los Reyes no existían. Punto.

Pero, a pesar de los años transcurridos, a veces los echo de menos, a veces me pesa la racionalidad y me gustaría que existieran tres tipos barbudos que nos traen regalos y, sobre todo, nos conceden deseos. Aunque, una vez abres la puerta a los Reyes, también se te pueden colar los hombres-lobo, las brujas, los vampiros y todo tipo de seres fantásticos.

Pero si los Reyes existieran, de Nosferatu ya me encargaría yo.

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