La lucha contra el covid

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Volver a la normalidad escolar

El regreso a las aulas debe tener como objetivo mantener al máximo las rutinas educativas. Incluyendo protocolos que no generen confusión

Alumnos de un colegio de Barcelona, con mascarilla por el coronavirus

Alumnos de un colegio de Barcelona, con mascarilla por el coronavirus / periodico

Los ministerios de Sanidad, Educación y Universidades y los consejeros de todas las comunidades autónomas se reunirán este martes para acordar los criterios a seguir en una vuelta al cole que coincide con la expansión de la variante ómicrondel virus del covid-19. Nadie pone ya sobre la mesa la posibilidad de que el regreso a las aulas se retrase o que se produzca de forma no presencial, ni de forma parcial ni mucho menos total. Tras el periodo de confinamiento estricto, todos fuimos conscientes del valor del contacto presencial entre educadores y alumnos, y de los costes emocionales y en términos de equidad, de la no presencialidad. Y la comunidad escolar, maestros, padres y alumnos, ha demostrado ser capaz de aplicar los sucesivos protocolos sanitarios que se le ha fijado de forma ejemplar sin alterar el calendario escolar. Si esto fue posible en momentos más duros, debería serlo también ahora.  

Aunque no se puedan emitir afirmaciones definitivas -durante los dos años de la pandemia se han sucedido las conclusiones precipitadas que han tenido que ser revisadas una y otra vez ante la imprevisible evolución de los hechos-, ya se acumulan las evidencias de que la oleada provocada por la variante ómicron es mucho más infecciosa pero mucho menos letal. Sea por sus características intrínsecas, sea por el grado de inmunidad que ha adquirido la población gracias a la vacuna o la infección con las variantes previas del virus. Ni las cifras de fallecidos ni las de ingresados en unidades de enfermos críticos han seguido el ritmo ascendente de la curva de infecciones. Sí lo han hecho las consultas a los colapsados centros de asistencia primaria, la demanda de tests de antígenos en las farmacias y de análisis PCR en los laboratorios, las bajas laborales y la reorganización de rutinas familiares y empresariales para adaptarse a ellas. No reemprender la actividad de la escuela en las condiciones de máxima normalidad posible no haría más que empeorar la situación.

La expansión de la ómicron, a no ser que vuelva a sorprendernos, ha cambiado en parte las reglas del juego. Ante un número disparatado de casos pero con consecuencias más leves, parece razonable que algunas restricciones puedan reajustarse, como ha sucedido con los periodos de cuarentena. En este sentido, la prórroga de dos semanas de las medidas tomadas por la Generalitat quizá sirva como señal de alarma para evitar la relajación. Pero algunas de ellas, y específicamente el toque de queda, quizá debería replantearse ya, teniendo en cuenta, más allá del mensaje ejemplarizante, si se justifican en términos de eficacia contra el contagio.

En el caso de la escuela, el debate se sitúa en cómo gestionar los casos positivos entre los alumnos y entre los docentes. Es posible que sea proporcionado, ante las características que ha adquirido la pandemia en esta sexta ola, que se hagan más laxas las condiciones bajo las que una clase quede confinada, o la práctica de pruebas PCR en un momento en que la capacidad de realizarlas está al límite. Pero este ejercicio de riesgo calculado debe contar también con todas las condiciones de seguridad posibles. Algunas reclamaciones de los profesores, como la realización de cribados antes del inicio del curso, seguramente ofrecerían más tranquilidad. También, que el porcentaje de profesorado protegido con una tercera dosis ascienda más allá del 35% actual. O que las familias superen las reticencias que están haciendo que hasta el momento, solo el 26% de los escolares de 5 a 11 años hayan recibido la vacuna. Y, sobre todo, con protocolos de aplicación clara y comprensible para quienes deberán aplicarlos, sin los cuales se llega pronto a la confusión y, de ella, a la desconfianza.