Los números en pandemia

Una Nochevieja para contar

Perdidos en los galimatías de cuarentenas y toques de queda, olvidamos las razones últimas que hay detrás de las medidas y nos afanamos en burlar sus objetivos, ofuscados en el encaje de nuestra vida de antes en la horma del ahora.

Fuegos artificiales de fin de año en Auckland, Nueva Zelanda, en 2020

Fuegos artificiales de fin de año en Auckland, Nueva Zelanda, en 2020

Carol Álvarez

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Hasta que llegó el covid, la cuarentena evocaba a epidemias medievales o de países exóticos, fiebres altísimas y oscuridad, otros mundos lejos de nuestra vida cotidiana o que habían entrado en el nuestro por un viaje desafortunado a un país tropical. Heredamos la idea vaga de que cubría 40 días, luego supimos que eso era en su origen, el tiempo de confinamiento ante la peste negra europea, y luego quedó el plazo de aislamiento preventivo en una nebulosa de tiempo, tan elástica como el sopor que le entra al afectado, enfermo o no. 

Con el coronavirus todas las cifras bailan en esa nebulosa y no solo por las décimas (también números) de febrícula. Tenemos cuarentenas para contactos estrechos y para positivos, también para positivos vacunados, y el aislamiento se cuenta con otra vara de medir según la urgencia del momento.

Los números ligados a los test de antígeno dan certezas: son cinco minutos de reloj los que esperan las soluciones químicas que buscan el virus en el algodón empapado en nuestro organismo. Pero la cuarentena vuelve a dar un giro a las manecillas del reloj: hoy es de siete días donde antes eran diez, y los asesores sanitarios no saben aclarar la evidencia científica de esos cambios de parecer más allá de las razones económicas.

También cambian las horas de la programación de teatros, de conciertos, de cenas: el toque de queda que cierra la noche en Catalunya a la una de la madrugada nos ha traído los horarios de Europa del sur, otra latitud con sus respectivos grados y menos trasnochadora. 

La Nochevieja más larga

En estas llegamos a la Nochevieja quizá más larga, si empalmamos el tardeo que recuperan bares y restaurantes al límite en eso de buscar soluciones imaginativas para sortear los perjuicios que les causa el toque de queda nocturno: a las 19,30 se organizan muchas cenas para garantizar el tiempo necesario para preparar los platos más elaborados sin perder un minuto de fiesta antes de las campanadas que darán solo una hora de margen antes de cerrarnos a cal y canto.

Antes aún, podremos celebrar el fin de año con el huso horario de las antípodas, a las 12 del mediodía del 31, como si estuviéramos en Nueva Zelanda este primer año sin Keri Hulme, la mítica novelista que puso al país de la nube blanca en el mapa literario con permiso de Katherine Mansfield. Apartada de la fama y muy celosa de su intimidad, lo de la distancia social ya iba con ella y con su alter ego en su única y emblemática novela, El mar alrededor. Kerrewin, la protagonista, vive al arrancar la historia en un estado de práctico confinamiento y de rechazo al contacto físico, a la proximidad de los demás. Y lo hace por un motivo.

Perdidos en el laberinto de las restricciones, olvidamos las razones últimas que hay detrás de las medidas y, ofuscados en el encaje de nuestra vida de antes en la horma del ahora, burlamos sus objetivos. Pero la idea marco es lograr que el reloj siga marcando las horas de nuestra vida en comunidad. Ahora toca pausa. Y en 2022, quizá todo irá mejor. 

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