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Rusia se deja oír

En la reaparición de Rusia como actor político global 30 años después de la caída de la URSS asoman la nostalgia de una edad de oro, debilidades y fortalezas

El presidente ruso, Vladímir Putin, durante la rueda de prensa anual en Moscú, este jueves.

El presidente ruso, Vladímir Putin, durante la rueda de prensa anual en Moscú, este jueves. / EVGENIA NOVOZHENINA

Treinta años después de la desaparición de la Unión Soviética han vuelto a escena los viejos demonios familiares de la rivalidad en suelo europeo entre el Este y el Oeste, entre Estados Unidos y Rusia, convertida esta en heredera de una de las dos grandes superpotencias de la guerra fría. Los reiterados lamentos públicos a propósito del desastre que supuso el final de la URSS, el apoyo dispensado por los oligarcas al discurso del Kremlin y la exigencia del presidente Vladimir Putin de que la OTAN dé garantías de que en ningún caso Ucrania y Georgia se integrarán en la organización ha dado pie a una escalada de reproches que, con todas las diferencias que se quiera, resucita en parte el caldeado clima de la guerra fría. Con la variante no menor de que la rivalidad Estados Unidos-URSS llegó a amoldarse a una serie de códigos de conducta que apenas dejaban margen a la improvisación y a la sorpresa, pero hoy, por el contrario, discurre por una lógica imprevisible no exenta de riesgos.

En la reaparición de Rusia como actor político global asoman la nostalgia por una edad de oro que presumiblemente no volverá, la vulnerabilidad de una economía muy poco diversificada y la actitud de Estados Unidos desde los días del presidente Bill Clinton, el primero que creyó ver en la Rusia de Boris Yeltsin un adversario poco menos que extinto. Lo cierto es que el auge del modelo chino, convertido en la nueva gran superpotencia del siglo XXI, y los errores de apreciación cometidos por la OTAN y la Unión Europea han dado pie a una suerte de competición triangular en la que ha renacido Rusia a lomos del dinamismo de los mercados de combustibles fósiles, siquiera sea para poner límites a la expansión de sus contrincantes europeos.

De ahí la complicidad de Rusia y China para hacer frente común ante Estados Unidos y sus aliados, y de ahí también la degradación manifiesta de las relaciones de Rusia con Estados Unidos. Mientras un multilateralismo imperfecto, dañado por la diplomacia practicada por el presidente Donald Trump, apenas arroja resultados tangibles, crece la sensación de que la relación del Kremlin con la Casa Blanca y con Bruselas empeora a cada día que pasa desde que Joe Biden se sentó en el Despacho Oval. Al mismo tiempo que se enquista la situación en Ucrania de ni paz ni guerra –con un parte ininterrumpido de bajas– y la anexión de Crimea es un hecho irreversible, el régimen de sanciones contribuye a enrarecer la atmósfera en un entorno muy volátil como ha quedado demostrado con la crisis de refugiados en la frontera de Bielorrusia con Polonia y Lituania, inducida por Rusia.

Para Estados Unidos, antes que una disputa por la hegemonía a escala europea, la configuración de dos escenarios de crisis tan distantes como el Pacífico occidental y Europa presagia tiempos difíciles. Cuantos en los años 90 vieron en Estados Unidos la hiperpotencia de largo recorrido para un mundo unipolar admiten ahora que sus previsiones estuvieron vigentes durante poco más de una década y resultaron, por lo menos, apresuradas. Vladimir Putin ha construido una autocracia a su medida, ha sabido explotar las frustraciones del nacionalismo ruso y ha silenciado con mano de hierro a una oposición con más eco fuera que dentro de la federación. Y con todo ello ha sabido sacar el máximo partido a unos recursos francamente menguados salvo por un detalle no menor: el arsenal nuclear sigue ahí con su poder disuasorio para que nadie apriete las tuercas más de lo debido.