Libertad de expresión

Los malos españoles

La lista de gobernantes y simpatizantes que están hablando de sus rivales como 'enemigos del país' está empezando a ser alarmante. Y todos tienen en común la ideología de extrema derecha, disfrazada bajo diversas rúbricas

Fotografía del rodaje de El verdugo, 1963

©Filmoteca Española

Ministerio de Cultura y Deporte. Instituto de la Cinematografía y las Artes Audiovisuales (ICAA). Filmoteca Española

Fotografía del rodaje de El verdugo, 1963 ©Filmoteca Española Ministerio de Cultura y Deporte. Instituto de la Cinematografía y las Artes Audiovisuales (ICAA). Filmoteca Española

Jordi Nieva-Fenoll

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Cuentan que a Francisco Franco no le gustó 'El Verdugo' (1963), pese a que más que una película es otra obra maestra de Berlanga. Y dijo que su director no era comunista, sino algo peor: un mal español. La anécdota es muy conocida y acuñaba una frase bastante típica en los ambientes de extrema derecha, sea cual fuere la patria favorita. Enemigos de España, de Catalunya, de Alemania, de Italia y más últimamente de Turquía, Hungría, Polonia o de Rusia... Incluso de EEUU, durante el nefasto período de Trump. La lista de gobernantes y simpatizantes que están hablando de sus rivales como 'enemigos del país' está empezando a ser alarmante. Y todos tienen en común la ideología antes citada, disfrazada bajo diversas rúbricas pero que tiende a los hiperliderazgos, al pensamiento único, a la concentración de todos los poderes del Estado, a la sublimación de la idea de patria y hasta al discurso que banaliza la violencia para obtener objetivos políticos. Vulgar fascismo del que la mayoría de esos simpatizantes ni siquiera son conscientes.

Tanto maniqueísmo es esencialmente estúpido. Nadie es puro, salvo un fanático, que es un necio integral químicamente puro. Pero, con todo, es muy frecuente escuchar hablar de esa pureza de planteamientos que acaba llevando al 'todo vale' para eliminar a un rival, a fin de mantener a un país libre de quienes 'intentan destruirlo'. Incluso hay quien defiende lo anterior en nombre de la 'democracia', como si la tortura, el asesinato o la destitución arbitraria de rivales políticos dependiera de esas aberraciones. ¿Cómo es posible defender la democracia con semejantes armas?

Además, quien así razona ignora absolutamente todo el trasfondo científico relacionado con esos instrumentos. Es increíble que, a día de hoy, todavía haya quien defienda la tortura como medio de conseguir información de un reo. Hace bastante tiempo que está empíricamente demostrado que la tortura solo sirve para que el torturado diga lo que el interrogador desea oír, sea o no verdad. Como si las torturas de Guantánamo hubieran servido de algo en Irak o Afganistán… O como si las que se produjeron en España, y por las cuales hubo hasta condenas del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, hubieran combatido realmente el terrorismo y no hubieran servido solamente para generar más odio. Por lo demás, en España está prohibida la tortura desde 1814, pero todavía hay quien cree en ella. En realidad, solo es un desahogo del policía torturador que descarga su frustración o sed de venganza sobre el torturado, o aprovecha para tener una sesión gratuita de 'sado'. Dicho lo cual, ¿esos torturadores son los buenos patriotas?

Lo mismo sucede con la pena de muerte. Ya la desautorizó Beccaria en el siglo XVIII, y está más que demostrado que no provoca el anhelado efecto disuasorio para otros potenciales delincuentes. Hay quien piensa, no sin datos, que incluso aumenta la criminalidad. Siendo así, los que abogan por la pena capital, ¿son los mejores ciudadanos de su país?

Finalmente, están los que desean el apartamiento de la política de los que no piensan como ellos. Y para ello no les importa que los tribunales se inventen delitos o apliquen penas absolutamente desproporcionadas. Les parece que la presunción de inocencia es un derecho fundamental sin sentido con respecto a según quién, y por ello anhelan que sus tribunales se corrompan dictando las sentencias que a ellos les gustan, siempre contra los 'enemigos del país'. Cabe preguntarse qué auténtico patriota desearía que sus tribunales perdieran lo más sagrado de su esencia, la independencia e imparcialidad, convirtiendo a los jueces en meros peleles al servicio de algún líder político, como ha sucedido recientemente en Polonia. ¿Y si resulta que, además, esos jueces operan así por ambiciones de ascenso en su cargo, o con el ánimo de usurpar las labores del Gobierno o del Parlamento? ¿Los que rompen la división de poderes también son buenos patriotas?

Ojalá algún día la población sepa que quien mantiene un país no es aquel que corrompe sus instituciones, sino quien lucha por la regularidad de su conducta. Revisen los índices de corrupción en los diversos países del mundo y vean dónde los ciudadanos sienten que poseen mejor calidad de vida. Es muy fácil de entender.

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