Solidaridad y ética del cuidado

Mi 'dècima de Nadal'

Esta Navidad, con todas las limitaciones, es una buena ocasión para ejercer de ciudadanos y reflexionar sobre el mensaje universal que está en sus orígenes

Iluminación de navidad Barcelona

Iluminación de navidad Barcelona / JOAN CORTADELLAS

Rafael Jorba

Rafael Jorba

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Hace un año evocaba 'Aquel ‘tió' de Nadal’ (24-12-2020) y explicaba que la Navidad confinada que nos disponíamos a celebrar me hacía viajar a la Navidad de mi infancia, también ‘confinada’. Era otro confinamiento, sin Papá Noel, ni amigos invisibles, ni pistas de esquí, ni grandes superficies. Pasábamos las fiestas en nuestra burbuja familiar acompañados de rituales que llenaban la atmósfera de felicidad: la llegada del ‘tió’, la construcción del pesebre, la misa del gallo, los villancicos o la ‘dècima de Nadal’ (la felicitación en verso que aprendíamos de memoria y recitábamos desde un taburete).

La evocación de la Navidad de mi infancia no tenía una pretensión moralista. Pretendía solo, en medio de las restricciones impuestas por la pandemia, recordar los pequeños rituales que, en palabras de Antoine de Saint-Exupéry, hacen que un día no se parezca a otro día y que una hora sea distinta de otra hora. No me podía imaginar que, un año después, el clima navideño se vería deteriorado de nuevo por la pandemia. La vacunación masiva, afortunadamente, ha mitigado la letalidad del virus, pero celebramos la Navidad con la alarma sanitaria provocada por la sexta ola y el impacto de la variante ómicron.

Sabido es que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Los expertos sanitarios llevaban semanas advirtiendo de los riesgos de un virus que se propagaba en progresión geométrica. La política ha reaccionado tarde y mal. Las administraciones, en el marco de la cogobernanza en materia de sanidad, habían hecho un trabajo ejemplar en la campaña de vacunación, pero ahora el Gobierno central y los gobiernos autonómicos no se han atrevido a ponerle el cascabel al virus hasta que ha sido demasiado tarde. Es evidente que los poderes públicos, conscientes del cansancio pandémico, no querían aguarle las fiestas navideñas a la ciudadanía. La mayor responsabilidad recae en quien más responsabilidad tiene, pero los ciudadanos –entre los que me cuento– sufrimos también una cierta crisis de opulencia.

Vivimos casi como una tragedia que nos estropeen las fiestas, pero olvidamos que en esta pandemia el mundo occidental –Europa y Norteamérica–ha tenido un acceso privilegiado a la vacunación. En plena campaña de la tercera dosis, muchas personas del resto del mundo no han recibido la primera. El desarrollo desigual, que teorizase a mediados de los años 70 Samir Amin, se ha visto corregido y aumentado por la globalización. Hemos olvidado –y la pandemia nos lo ha tenido que recordar trágicamente– que el riesgo cero no existe. Los virus no saben de fronteras; tampoco el cambio climático.

En este contexto, los gobiernos del primer mundo han contribuido a agravar esa crisis de opulencia que aqueja a muchos de sus ciudadanos. Y lo han hecho, precisamente, porque han dejado de tratarles como ciudadanos, sujetos a un código compartido de derechos y deberes, para tratarles como clientes de un supermercado o de un comercio ‘online’. Solo entienden de derechos, de reclamaciones, en un Estado de bienestar en deconstrucción. El último ejemplo: el alcalde de Nueva York ha anunciado que quien se ponga la dosis de refuerzo de la vacuna recibiría 100 dólares como recompensa.

Esta decisión –la vacuna con un cheque regalo– no solo ofende a aquellos ciudadanos del mundo que no han tenido acceso a ella ni disponen de 100 dólares para pasar el mes. Causa también un grave daño a la idea misma de ciudadanía: el ciudadano se convierte así en cliente-consumidor, depositario de derechos y no de deberes, en sintonía con la ética indolora que denunció Gilles Lipovetsky en ‘El crepúsculo del deber’. Los cantos a la libertad, que hemos escuchado durante la pandemia, no solo son la bandera del negacionismo de los antivacunas, sino que reflejan una erosión de los valores democráticos.

Esta Navidad, con las limitaciones que vuelva a dictar la pandemia, nos brinda la oportunidad de ejercer de ciudadanos, recuperar el valor de la solidaridad y practicar la ética del cuidado. Es una buena ocasión para reflexionar sobre el mensaje universal que está en sus orígenes y que resume magistralmente la estrofa final del ‘Poema de Nadal’ de Sagarra: “I si tot l’any la mesquinesa ens fibla, / i l’orgull de la nostra soledat, / almenys aquesta nit, fem el possible / per ser uns homes de bona voluntat!”. Esta es mi ‘dècima de Nadal’.

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