Inmersión lingüística

Lengua y consensos

Solo si los partidos dejan de utilizar la lengua como un arma arrojadiza y de utilizarla como elemento de división se podrá preservar la riqueza lingüística

Pintada en la escuela de Canet

Pintada en la escuela de Canet / MANU MITRU

Astrid Barrio

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La sentencia judicial por la cual se obliga a una escuela de Canet de Mar a impartir el 25 por ciento de la docencia en castellano ha desatado una tormenta perfecta en la que se entremezclan, como mínimo, tres cuestiones sobre las que es necesario un profundo debate guiado por la razón y que, en demasiadas ocasiones, se ve contaminado por la pasión. Son tres debates interrelacionados que afectan a cuestiones diferentes y que convendría abordar de forma separada.

En primer lugar, la concepción de la inmersión lingüística como mecanismo para garantizar la promoción del catalán como la lengua propia de Catalunya, su uso social y su protección como la lengua minorizada que es y más en un contexto en el que la evidencia empírica revela que se está produciendo un retroceso. La inmersión ha contribuido al uso social de la lengua pero hay otras vías que también promueven el uso del catalán y pueden contribuir a mantenerlo como lengua de prestigio social: la cultura, la universidad, los medios de comunicación, la administración, el ocio y el negocio. Solo si se ignoran esos ámbitos el 25 por ciento de castellano en la escuela sería una amenaza para la supervivencia del catalán y habría que aceptar que su retroceso sea irreversible. 

Por otro lado, el compromiso de que la escuela garantice el pleno dominio oral y escrito, como mínimo de las dos lenguas oficiales existentes en Catalunya, el catalán y el castellano. Y eso es algo que, digan lo que digan los informes PISA, no siempre está garantizado. Pero no solo no lo está en Catalunya, que tiene dos lenguas, sino tampoco en el resto de España. Así, no es algo que tenga que ver con el número de lenguas en las que se imparte la docencia y ni siquiera con la calidad de la enseñanza sino, más bien, la calidad de la exigencia, que parece haber ido decreciendo en los últimos años. No es admisible que los universitarios, que a priori son los más preparados, cometan faltas sintácticas y de ortografía. Y lo hacen tanto en catalán como en castellano. Doy fe. Por ello quizás sería más útil que, en vez de al grito de ‘El català no es toca’, la comunidad educativa se movilizase al grito de ‘Les normes ortogràfiques no són opcionals’.

Y, por último, está la cuestión en torno al derecho reconocido, y no porque lo diga un juez sino porque así lo establecieron tanto la Llei de Normalització Lingüística de 1983 y la Llei de Política Lingüística, de que los niños tienen derecho a recibir las primeras enseñanza en su lengua habitual, bien sea en catalán bien sea en castellano, de que la administración ha de poner los medios para hacerlo efectivo y de que los padres o tutores pueden exigirlo en su nombre, instando a que así aplique. No se puede criminalizar a nadie porque haga uso de sus derechos y el acoso sufrido por la familia de Canet es inaceptable en una sociedad democrática y plural. Lo exigible es que las administraciones garanticen que todos los ciudadanos puedan ejercer sus derechos y sobre todo que no demonicen a la minoría ni traten de impedírselo mediante subterfugios. Eso es justamente lo que hacen las democracias iliberales.

Las leyes lingüísticas se aprobaron por consenso pero ese consenso se ha desvanecido. Y es precisamente la ruptura de ese consenso lo que hace difícil el cumplimiento de la ley. Mientras se aceptaba unánimemente que el catalán era la lengua vehicular y nadie lo impugnaba era posible. Cuando se impugna, resulta incompatible que solo el catalán sea la lengua vehicular con el hecho de que todos los niños tengan derecho a recibir su primera enseñanza en ambas lenguas. Y ese es un problema que hay que afrontar.

El primer paso es aceptar las diferencias, dejar de intentar crear una falsa sensación de unanimidad que atemoriza al que piensa diferente y dejar de acusar al que discrepa de romper el consenso.  Y solo si los partidos dejan de utilizar la lengua como un arma arrojadiza y de utilizarla como elemento de división se podrá preservar la riqueza lingüística. De lo contrario se ahondará la fractura, habrá ciudadanos que se sentirán expulsados y, si eso pasa, el catalán tiene las de perder. Hay que evitar matarla porque algunos creen que es solo suya. 

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