Nadie es exactamente nadie
Laura Fernández ha escrito una novela monumental e íntima, gélida y cálida, pizpireta y tristísima, fácil y difícil, de una pureza infantil pero terriblemente adulta
Miqui Otero
Escritor
Nada es exactamente nada, porque nada es lo que parece.
Por ejemplo, pensemos en la idea de mucha gente. Un adolescente quiere salir de noche, su madre le pregunta quién va a la fiesta, él responde con el nombre, el primer y el segundo apellido de los dos que van para que así parezca que va todo el mundo (irán Alberto, Sancho y Pina). O en una novela rusa decimonónica: cada persona aparece con el nombre oficial, el patronímico y varios diminutivos cariñosos (sí, Maria, Nikoláyevna, Masha, Mashenka y hasta Marusya son la misma), de modo que quizá solo hay dos personas cebando el té del samovar y aquello nos parece la ‘rave’ de Llinars. Y luego está la novela, recién publicada, ‘La señora Potter no es exactamente Santa Claus’, donde destacan centenares de personajes y nombres pero al final uno sospecha que todos ellos son Laura Fernández, su autora. En la cita de Pynchon que encabeza la historia, leemos: “Eso es lo que soy. Una sala llena de gente. Todo el mundo lo es”.
Ahora pensemos en la idea de silencio. Suenan (o no suenan) igual, pero no es lo mismo el silencio de un concesionario de coches Toyota vacío que el de una charcutería Enrique Tomás vacía que el de un patio de colegio vacío, que hace un minuto estaba lleno de los gritos (de euforia, de gol, de pánico) de los niños que acaban de salir. Y ninguno de esos silencios es el mismo que el de Bill Peltzer, personaje de la novela de Laura Fernández, cuando recuerda a la madre que abandonó el hogar tiempo atrás y piensa, en silencio y solo: “No estabas cuando se me cayó mi último diente. Era pequeño y estaba triste, como yo”. Y aun así, la historia también se ocupa de entender a esa madre en fuga, la artista que quiere entregarse a su mejor yo: el que existe en los lienzos que envía a casa.
La novela, digámoslo ya, es prodigiosa: monumental e íntima, gélida y cálida, pizpireta y tristísima, fácil y difícil, de una pureza infantil pero terriblemente adulta. Es decir, audaz y contradictoria, que es a lo que debería aspirar la literatura en un mundo de certezas lelas. ¿Y de qué va? Sería imprudente resumir sus 600 páginas, pero está ambientada en una pequeña ciudad condenada a vivir en una eterna Navidad. Una galería gigante de personajes bajo una mirada libre de cinismo, pero también paranoica, educada con los mejores novelistas posmodernos.
A esta novela le pasa como a la Navidad: su relato oficial se levanta sobre la idea del bullicio, la diversión y la magia, pero esconde los silencios, las ausencias o las campanadas en soledad (no hay que olvidar que nuestra Navidad es invención de un novelista, Dickens). Con esto quiero decir que de Laura Fernández se suele destacar el torbellino fantasioso, el brillo pop, su don para animar objetos y para encarar la vida con el desparpajo de un explorador que bautiza lugares donde solo había dragones. Y es cierto: si Flaubert dijo que el estilo es una forma absoluta de ver el mundo, Laura, que ha inventado un estilo, es capaz de inventar y encender también mundos. Pero hay siempre en sus novelas, y en esta en la que más, un dolor oscuro y denso como un guijarro de azabache. El del niño raro (el niño no debería ser solo un proyecto de adulto) con miedo al plinton y el de la madre (un adulto es lo que queda del niño) con miedo al Excel.
Laura Fernández es la niña madre que se siente sola o atacada y que, en vez de desaparecer, se multiplica. Esto es, escribe. Y nos demuestra que somos lo que elegimos y lo que intentamos olvidar sin éxito. Y que nadie es exactamente nadie. O, dicho de otro modo, que todos merecemos ser alguien, quien queramos ser.
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