El trasluz

Ya veremos

No me importaría pasar, por ejemplo, las próximas navidades en el interior de uno de esos juguetes adonde no ha llegado el virus en ninguna de sus variedades

Salón de una casa de muñecas

Salón de una casa de muñecas

Juan José Millás

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 -Me gustaría vivir en una casa de muñecas -le dice una niña de unos diez años a su madre, en el metro.

 -Tendrías que hacerte muy pequeña -expone la madre.

 -Pues me das una pastilla para hacerme pequeña -replica la niña.

 -Veremos -concluye la madre.

La conversación me ha tocado emocionalmente porque a mí también me gustaría vivir en una casa de muñecas. Siempre me detengo a observarlas en las jugueterías. Prefiero las inglesas de estilo victoriano, y de dos pisos y buhardilla, en las que en la cocina hay gente preparando unas pastas; en el salón, un grupo de señoras o señores tomando el té y, en la buhardilla, un par o tres de niños jugando a la gallinita ciega. Me detengo en su observación porque en ese mundo congelado hay, paradójicamente, mucha vida. Pero sobre todo hay mucha paz. Si logras engañarte un poco, podrías llegar a creer que el mundo está en orden. Eso es lo que transmiten las casas de muñecas: limpieza y orden, además de salud mental.

No negaré que presentan también un lado algo siniestro, sobre todo si tienes un mal día. Quizá lo que me atrae de las casas de muñecas sea su calidad de prótesis. De hecho, me detengo ante los escaparates de las ortopedias con idéntica fascinación con la que me paro frente a ellas. Hay un hilo conductor misterioso entre las piernas o los brazos artificiales y las personas diminutas de esas habitaciones minúsculas que no me canso de mirar. Si la otra cara de la risa, como demuestran los payasos, es el terror, el reverso de la paz es el infierno.

Cuando salgo del metro, sigo pensando en la conversación recién escuchada. Si yo tuviera una pastilla para hacerme diminuto, ¿me iría a vivir a una de esas casas de muñecas? ¿Conviviría a gusto con los hombrecillos y las mujercillas y los niñitos que las habitan? Puede que sí. Tal vez no para el resto de mi vida, tal vez preferiría morirme en mi cama de verdad, pero no me importaría pasar, por ejemplo, las próximas navidades en el interior de uno de esos juguetes adonde no ha llegado el virus en ninguna de sus variedades. Ya veremos.

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