Homenaje a Almudena Grandes

La dignidad de un beso

Las placas dicen más de quienes decidieron ponerlas en cada momento, los que mandan o mandaban, que son los que se muestran generosos o vengativos

Almudena Grandes

Almudena Grandes / Jose Luis Roca

José Luis Sastre

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Hay significados que cuesta explicar a los niños y necesitan de años y de ejemplos para entenderles el sentido. Le sucede a la palabra 'dignidad', quizá porque todavía no tenga dueños, a diferencia de lo que le han hecho a otra palabra vecina: 'libertad', presa ahora de la propaganda hasta convertirla en un antónimo de sí misma. A la libertad, que no es de nadie, se la quieren quedar aquellos que descubrieron hace tiempo que para controlar el mundo y la recaudación de impuestos tenían que empezar por apropiarse de las ideas. Pocas batallas resultan más ideológicas que las que se dan sobre el idioma.  

La dignidad no se mide ni se ve y le queda corta la definición del diccionario aunque le hayan puesto ocho acepciones distintas. A veces la dignidad es un arrebato, un no a tiempo. Un portazo. Un párrafo bien puesto o un hasta aquí hemos llegado. Otras veces, las más difíciles, es una trayectoria entera y puesta a prueba, una vida. Lo que nadie podrá rebatir es que la dignidad no la dan las placas de homenaje ni las estatuas grabadas en piedra para que perduren por varias generaciones. No la dan los nombres de las calles o las avenidas. Esas calles distinguen a las personas a las que, por alguna razón o por alguna deuda, se les rinde tributo, pero en realidad las placas dicen más de quienes decidieron ponerlas en cada momento, los que mandan o mandaban, que son los que se muestran generosos o vengativos.  

Dice mucho de alguien que le niegue a una escritora el nombre de una biblioteca pública y encuentre en cambio lógica a la condecoración a una virgen por los milagros que se le atribuyan. Eso apenas nos da pistas de la escritora en cuestión y menos aún de la dignidad que tuviera. Las da, acaso, de las administraciones que la gobernaban y de cuáles eran sus prioridades. Eso, a fin de cuentas, nos confirma aquello que había escrito Almudena Grandes en varias de sus novelas: que en gentes desconocidas a las que nunca darán una calle ni un rincón hay la dignidad que no merecen muchos de los que ya los tienen. Hemos aprendido que no conviene confundir los nombres ilustres con los nombres buenos ni la gloria con la dignidad.  

La auténtica nobleza, y eso lo sabe el mundo, aparece muy a menudo en la sencillez de las cosas pequeñas, de los gestos que importan y que no se perciben. En la dedicatoria de un libro, en el final de un verso. En un recuerdo: porque la dignidad consiste en tener memoria y honrarla. Consiste en mantenerse, tan simple y tan difícil. La dignidad está en quien tiene el valor de ponerse de frente por mucho que otros se pongan de espaldas o, peor todavía, de lado. La dignidad, en fin, jamás la darán las placas ni el callejero ni la podrá repartir a su gusto un ayuntamiento, porque no cabría en mil paredes lo que cabe y se percibe en el beso de una despedida, el beso que se da sobre las tapas de un poemario antes de dejarlo caer al foso, para que se quede allí y se olvide. Para que se recuerde de por vida: la dignidad de un beso. 

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