Violencia machista verbal

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No cabe el silencio

El agresor machista, también el que violenta de palabra en la calle, no puede disfrutar de la impunidad mientras que la víctima se queda con el miedo

Manifestación feminista

Manifestación feminista / Miguel Lorenzo

Hay un problema cuando una misma calle no es igual para un hombre que para una mujer. Cuando la sensación de seguridad, de exposición, de vulnerabilidad es radicalmente distinta. Cuando un simple trayecto, incluso a la luz del día, se convierte en una carrera de obstáculos sobre un territorio hostil. El escaparate de las agresiones es tan amplio, tan variado, que es muy posible que cada mujer tenga alguna experiencia a añadir al muestrario del machismo.

La reciente violación de la joven de Igualada conmovió a la sociedad. La brutalidad de la agresión no dejó terreno a la especulación. La unanimidad en la condena solo podía ser total, se trataba de una violencia extrema, incuestionable. Pero no siempre es tan fácil juzgar a una agresión machista. Especialmente cuando no es un ataque físico, cuando no deja heridas en el cuerpo que mostrar. Violencia moral, psicológica, económica y, sin duda, la más presenta en nuestras calles, la verbal. ¿Cómo medir su perjuicio? 

A raíz del debate de la ley de garantía integral de la libertad sexual, conocida como la ley de 'solo sí es sí', se debatió ampliamente sobre la diferencia entre un piropo y el acoso callejero. En ese contexto, el anteproyecto considera autor de un delito leve a quienes «se dirijan a otra persona con expresiones, comportamientos o proposiciones de carácter sexual que creen a la víctima una situación objetivamente humillante, hostil o intimidatoria, sin llegar a constituir otros delitos de mayor gravedad». El texto es aclaratorio. Quizá no es tan fácil vencer una herencia cultural que, demasiado a menudo, ha jugado a la confusión y ha normalizado un trato denigrante a la mujer minimizando el efecto causado. Una herencia que, históricamente, ha cedido la palabra al hombre y ha despreciado el poder que esta pudiera tener sobre la mujer. Pero la agresividad verbal no es inocua. Las palabras no dejan marcas en la piel, pero intimidan y socavan la autoestima. Expulsan de los espacios.

Toda agresión machista es una lacra social que debe ser erradicada y que precisa de la voluntad colectiva. Es necesario entender que un hombre violentando a una mujer en un espacio público no es, simplemente, un contencioso entre dos individuos: es un agresor atacando a una víctima. Un acto de violencia machista ante el cual todos debemos sentirnos interpelados. Cabe actuar. 

Este viernes, EL PERIÓDICO recoge el testimonio de Samar Elansari, estudiante de la Universitat de Barcelona (UB) y periodista en prácticas en este diario. El miércoles pasado fue piropeada, vilipendiada y amenazada de forma altamente agresiva en plena calle, a la luz del día, por un desconocido ante la pasividad total del resto de peatones. Nadie salió en su defensa, nadie se inmutó. Por el contrario, cuando publicó la experiencia sufrida en las redes, una auténtica riada de mensajes de otras mujeres le blindaron ánimo y solidaridad.

Elansari ha decidido denunciar en comisaria los hechos. Será difícil que pueda localizarse al agresor, encapuchado y con mascarilla, pero su denuncia marca el camino correcto. Porque el silencio solo refuerza al agresor. Él no puede quedarse con la impunidad, mientras que la víctima se queda con el miedo. Esta situación perversa solo mina la autoestima de las mujeres y da alas al agresor para seguir incidiendo en la violencia. El silencio del resto es cómplice de un machismo que, entre todos, solo cabe desterrar de las calles.