Iluminación navideña

Luces, estímulo y exceso

Con un comercio asfixiado, se entiende el despliegue lumínico. Pero en plena crisis climática se debería evaluar no solo el gasto, sino también el ejemplo

Palma destina más de un millón de euros a las luces y espectáculos de Navidad

Palma destina más de un millón de euros a las luces y espectáculos de Navidad

Editorial

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A falta de más de un mes para Navidad, vuelve una polémica repetida cada año sobre la necesidad de iluminar las ciudades, una carrera que parece que no tiene fin y que, después del paréntesis de 2020 ocasionado por la pandemia, se replantea al alza. El gasto en iluminación navideña se ha disparado en numerosas ciudades españolas, con el caso singular de València, incrementado en casi un 120%, mientras que Barcelona lo eleva en un 32%. Pero no solo se trata de valorar la inversión efectuada sino de poner sobre la mesa otros aspectos del escenario navideño, en una valoración que tiene sus pros y contras. Por un lado, los estudios psicológicos certifican que el hecho de ver calles iluminadas mantiene una estrecha relación con el consumo efectuado. En una época ya de por sí propicia a las compras, la luz que invadirá las ciudades los próximos días, y a lo largo de un mes y medio, funciona como un reclamo que los comerciantes consideran imprescindible y que provoca un efecto euforizante entre la ciudadanía.

La Navidad, más allá del enfoque que cada uno tenga sobre las fiestas, está íntimamente relacionada con una iluminación que, en los últimos años, ha sustituido las tradicionales bombillas por luces led, que gastan un 80% menos que las incandescentes. Si simplemente se hubiera dado el caso de cambiar las unas por las otras, el ahorro hubiera sido notable, pero ha ocurrido lo contrario: o bien un presupuesto similar, que significa, en consecuencia, más iluminación y más contaminación lumínica; o bien, como pasa ahora, más dinero invertido y más luces. El caso de Vigo es paradigmático. De la mano del alcalde Abel Caballero destina 3,11 euros por habitante a la decoración navideña, muy por encima de los 1,29 de Barcelona o los 1,07 de Madrid. Son 11 millones de bombillas, la cifra más alta del planeta, similar a la de Madrid pero concentradas en un espacio mucho más reducido. Con ello se consigue que el reclamo ya no sea estrictamente comercial – para incentivar las compras y animar a la ciudadanía después de un obligado periodo de letargia–, sino que es la propia ciudad la que aspira, como proclama su alcalde, a convertirse en un «acontecimiento planetario». Entre los detractores, una crítica al exceso; entre los defensores, las cifras que hablan del retorno económico en visitas y gasto turístico.

Es cierto que, propiamente, la iluminación navideña, en general, representa una parte muy reducida del gasto global en electricidad y que, en algunos casos, como en Barcelona, son los mismos comerciantes quienes asumen parte del gasto, con una ayuda municipal que este año, excepcionalmente, se cifra en tres cuartas partes del presupuesto. Aun así, estamos hablando de un montante elevado –con repercusiones de todo tipo: estéticas y éticas– a partir del cual puede debatirse un determinado modelo de ciudad y de sociedad, especialmente en unos momentos de crisis y pobreza energética. Hay que calibrar qué mensaje se transmite, más allá de la simple decoración. En Barcelona, la apuesta por adornos modernizados y más acordes con la idea de la reivindicación de la capital catalana como referente del diseño, choca con casos como el de Madrid, más tendente a la grandilocuencia.

Apostar por la iluminación en las calles como símbolo de recuperación y de retorno a la normalidad en unos momentos todavía críticos en relación a la pandemia se percibe como una necesidad económica y social. Replantearse el exceso es también una obligación de las administraciones en tiempos convulsos.