Homofobia

Cosas de críos

Tenemos atrofiada la empatía, a la que hemos confundido con mandar unos cuantos tuits de indignación

Dos activistas protestando contra la homofobia.

Dos activistas protestando contra la homofobia. / periodico

José Luis Sastre

José Luis Sastre

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Vivo entre tantas noticias que a menudo me cuesta enterarme de algo, porque no es lo mismo saber que darse cuenta. Me ocurrió hace días, cuando oí que un niño llamaba a otro niño maricón, y aquello me removió como si yo no supiese que esas cosas pasaran. Claro que lo sé y lo oigo decir y he ido a mirar las cifras para cerciorarme de que han crecido las denuncias por homofobia. Sé que hay un odio que persiste y, sin embargo, me impactó escuchar el caso concreto de un niño, ni siquiera en la adolescencia aún, que había llamado a otro maricón con voluntad de hacerle de menos y hacerle daño, con voluntad de arrinconarle. A mí, entonces, me miraron sorprendidos de que me hubiera sorprendido, recién caído del guindo, pero es que acababa de recordar, o seguramente de aprender, que no es lo mismo saber que darse cuenta, para lo que a veces hace falta por desgracia que aquello que descubres te pase a ti o a los tuyos o te pase cerca. Tenemos atrofiada la empatía, a la que hemos confundido con mandar unos cuantos tuits de indignación.  

Me impactó que ese maricón lo gritara alguien de una generación a la que suponía ya desprejuiciada o casi y que, en cambio, mantenía vivo un mundo que yo sabía que estaba, porque habito en él, pero que imaginaba en retirada antes de volverse menos intolerante, mejor. Y qué va, ahí está, quizá con la diferencia de que ahora se denuncie más y existan más redes de solidaridad. Ahí está, latente por supuesto, impregnado todavía en muchos jóvenes, sostenido por quienes identifican a propósito la educación con el adoctrinamiento, quienes se resisten a hablar de una discriminación que se escapa en las palabras y en los gestos que ellos han decidido que no importan porque son cosas de críos. Llamar a un niño maricón, que se lo llame otro, no es una cosa de críos.  

A mí me miraron sorprendidos porque parecía que acabase de darme cuenta de que ese mundo no son titulares desperdigados y abstractos en la prensa sino realidades cercanas: la vida de muchos. Ese mundo somos nosotros sin querer, y quién sabe si queriendo, con un comentario, una broma en el grupo de amigos, un desliz o una complicidad mal entendida. Lo que hacía aquel niño era reproducir el patrón que observa en sus mayores y constataba así, con una palabra y nada más, que todo cuanto se haya avanzado es poco ante lo que falta y no hacemos. O no hacemos todavía. O no hacemos demasiado.  

Sería injusto describir ese mundo, que es el nuestro, sin admitir sus progresos, aunque quedarse ahí sería quedarse corto. Ese mundo está lleno de gestos machistas y mujeres con miedo. De wasaps de madrugada para asegurarse de que han llegado a casa y están bien. De partidos que exageran violencias por interés mientras se niegan a nombrar las que hay: la machista o la homófoba. De jóvenes que se creen con el derecho de supervisar los mensajes de sus parejas. De chicos a los que pegan o escupen porque pasean agarrados de la mano. De niños que ven gracioso señalar a otro y llamarle maricón.

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