Derechos humanos

Lo que la frontera bielorrusa muestra

La caída de la natalidad hace imprescindible la llegada de millones de inmigrantes en las próximas décadas, pero conseguir visados en los consulados de África y Oriente Medio es una quimera

Refugiados y migrantes caminan junto a la frontera con polonia en la región bielorrusa de Grodno, este lunes.

Refugiados y migrantes caminan junto a la frontera con polonia en la región bielorrusa de Grodno, este lunes. / OKSANA MANCHUK / BELTA

Alfonso Armada

Alfonso Armada

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Era el mes de mayo. En la frontera entre Bielorrusia y Polonia no había desplegadas tropas. Ni era, como ahora, “un infierno helado”. Un avión procedente de Atenas y que se dirigía a Lituania, fue obligado a aterrizar en Minsk con el pretexto de una amenaza terrorista. En el avión viajaba el periodista Roman Protasevich, persona incómoda, enemigo del pueblo para el presidente bielorruso Alexander Lukashenko. ¿Dónde está Roman Protasevich? A buen recaudo. Como muchos periodistas bielorrusos, rusos, chinos, eritreos, cubanos… 

Lukashenko, amparado por la antigua madre patria rusa, encarnada por Vladimir Putin, que le ha permitido soportar las manifestaciones que han cuestionado en la calle su poder autoritario, ha seguido la táctica de Mohamed VI, el rey de Marruecos. Cuando Rabat quiere presionar a España abre la frontera o empuja literalmente a sus propios ciudadanos, descontentos o desesperanzados, o a inmigrantes que han llegado ante las vallas de Ceuta y Melilla, a que crucen al otro lado. Ocurrió también en el mes de mayo, cuando 10.000 personas entraron en Ceuta. Lukashenko se ha servido también de la desesperación de otros, inmigrantes de Siria, Etiopía, Irak o Afganistán, para presionar a los gobiernos de Polonia y Lituania, para que levanten las sanciones que la Unión Europea ha dictado contra su implacable régimen. Agencias de viaje en Bagdad, Damasco, Beirut o Estambul han vendido un paquete a familias que incluye vuelo, visado y alojamiento en Minsk, la capital bielorrusa. Es una insólita ruta migratoria que, como si fuera un nuevo tipo de humanitarismo perverso, el gobierno bielorruso ha abierto para torpedear la frontera este de la UE. 

Mientras, el gobierno ultraconservador polaco de Mateusz Morawiecki ha desplegado a más de 20.000 soldados, policías, guardias de frontera, paramilitares y reservistas, voluntarios de una red de ayuda que atesora víveres, ropa y otros materiales (no para el gran apagón, sino para otro apagón político que ya se ha producido: el de la quiebra de países como Irak, Siria, Afganistán… en parte a causa de la acción o ceguera de Occidente) para prestar auxilio a quienes se mueren de frío en los tupidos bosques que difuminan las fronteras en esta franja europea donde, como recuerda el historiador estadounidense Timothy Snyder en libros como 'Tierra negra. El Holocausto como historia y advertencia', se ha cometido algunas de las atrocidades más espantosas del siglo XX, tanto a manos de los nazis, los comunistas, y los nacionalistas. Polonia, como España en Ceuta y Melilla, y con el visto bueno de algún burócrata europeo, sopesa levantar un muro con Bielorrusia. Lo recordaba el geógrafo italiano Massimo Livi Bacci: “después de la Segunda Guerra Mundial había cinco países separados por muros. Hoy son setenta, a pesar de la globalización”.

Mientras tanto, Francia desmantela un campamento con cerca de mil inmigrantes a 300 kilómetros de París, los gobiernos de Grecia, Italia, Francia y España ponen trabas al rescate en aguas del Mediterráneo de inmigrantes en embarcaciones a la deriva porque incentivan el tráfico de seres humanos, y se han celebrado juicios para castigar la compasión. Muchos inmigrantes son devueltos a Libia, que recibe fondos de la UE para ello, a pesar de que fehacientemente (véanse informes de Amnistía Internacional o Human Rights Watch) donde son explotados, violados, torturados.

Para completar el berenjenal fronterizo y y moral, los gobiernos de Polonia y Hungría desafían las leyes que forman parte del entramado que ha convertido a la Unión Europea en un garante universal de la justicia y los derechos humanos. Hungría ha sido condenada por el Tribunal de Justicia de la UE por perseguir a organizaciones no gubernamentales que ayudan a refugiados. Y como colofón, demógrafos y polítologos que retratan la España (y la Europa) vacía, recuerdan con cálculos que la caída de la natalidad hace imprescindible la llegada de millones de inmigrantes en las próximas décadas si queremos mantener el nivel de vida europeo. Pero en los consulados y embajadas de la UE en África y Oriente Medio conseguir un visado de trabajo temporal o permanente es una quimera.

“En la orilla hay un cuerpo que ha arrastrado la marea. Se acerca para verlo. ¿Será el suyo?

    No. Es una persona muerta. 

    Y cerca de esa persona muerta hay otra. Y más allá otra, y otra.

    Contempla, a lo largo de la orilla, la oscura hilera de cadáveres que ha dejado el mar.

    Algunos son niños muy pequeños”.

Eso escribe Ali Smith en 'Otoño', primera entrega de su tetralogía sobre un Reino Unido, “ambientada justo después del referéndum del Brexit, la novela nos da a entender que la sociedad que describía Dickens no ha desaparecido del todo, sino que se ha transformado en algo peor, víctima de la decadencia moral y política”, dice su editora, Nórdica. Ese es el problema. Que va a haber más muertos. Como ahora mismo en la frontera entre Polonia y Bielorrusia. Como en las playas de Canarias o Tarifa. Como en las playas de Lampedusa o de las islas griegas…

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