Movilidad sostenible

Contra la cultura del coche

Hasta que no nos quitemos de encima la 'cochedependencia' fracasaran todas las cumbres de Glasgow y todos nuestros intentos de construir un mundo mejor

calle Aragó

calle Aragó / Ferran Nadeu

Ernest Folch

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Ya hace mucho tiempo que el coche dejó de ser un simple medio de transporte para convertirse en toda una cultura. Cuando es solo un instrumento es práctico y puede ayudar a vivir mejor: para gente mayor y necesitada, servicios, transportistas, trabajadores y evidentemente cualquier transporte público. Pero su uso se ha extendido hasta la ridiculez, con SUV de varias toneladas para desplazar una sola persona dentro de la ciudad, y se ha ido transformando en un símbolo del individualismo, el progreso económico y hasta de poder social, alimentado por la publicidad. Cierto, el automóvil tiene detrás una fabulosa industria que solo en España crea y mantiene centenares de miles de puestos de trabajo directos e indirectos y supone alrededor del 10% del PIB. Con esta coartada real, se encuentra siempre la manera de protegerlo y justificarlo. Ante la creciente presión mediática y la progresiva conciencia medioambiental, la industria del coche ha encontrado su nuevo discurso, sintetizado muy bien por Salvador Alemany (Abertis): "El enemigo es la contaminación, no el coche". Es decir, se trata de ganar tiempo mientras el coche tradicional, de motores no eléctricos, representa todavía casi 7 de cada 10 que se venden. Lo que se pretende es dar una imagen edulcorada del coche y obviar su lado siniestro, del que raramente se habla: se calcula que en el mundo mueren cada día la friolera de 3700 personas por accidentes de tráfico (1.350.000 al año), más sus correspondientes heridos con terribles secuelas de por vida.

Mientras las tabacaleras han sido por fin obligadas a poner en sus paquetes 'Fumar mata', no hay ni un solo gobierno en el mundo que haya sido capaz de imponer a sus fabricantes de coches algo similar, o al menos la exigencia de que salgan de fábrica con limitadores de velocidad que impidan incumplir la ley: la paradoja es que no es legal ir a más de 120 km/h pero es legal vender coches que sobrepasan los 250Km/h. Como tampoco sabemos, por ejemplo, un ránquing elemental de los modelos de coches que más accidentes provocan. Porque el coche, además de ser un fabuloso instrumento de transporte que ciertamente ha contribuido al desarrollo económico y social del planeta, es al mismo tiempo una despiadada máquina de matar: peatones, ciclistas y automovilistas mueren a diario en una de las tragedias más salvajes y a la vez más silenciadas que conoce la humanidad. Nos resignamos a esta monstruosidad sin tomar medidas porque hemos asumido que es el precio necesario que hay que pagar para el progreso económico, pero también porque la cultura del coche está impregnada en nuestro ADN. Gracias a ella, toleramos, por ejemplo, el ruido infernal que provocan constantemente algunos cretinos con sus acelerones, y damos por buena la aberración de que la calle Aragó de Barcelona tenga cinco carriles en pleno centro de la ciudad. Es la cultura, a menudo testosterónica, de la velocidad, el ruido y por supuesto, del estatus social. Por eso es sorprendente que nos bombardeen cíclicamente con campañas muy calculadas sobre el incivismo de los patinetes o de los excesivos carriles bici que entorpecen el tráfico.

Hoy es mucho más mediático el atropello puntual de un patinete a un peatón que la muerte diaria de decenas de personas involucradas en accidentes de coche. Y los ayuntamientos que se atreven a atacar el problema, reducen carriles y dan más protagonismo al peatón o a la bicicleta son demonizados y puestos en el punto de mira. Hasta que no nos quitemos de encima la 'cochedependencia', y su peligrosa cultura asociada, fracasaran todas las cumbres de Glasgow y todos nuestros intentos de construir un mundo mejor.

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