Crisis fronteriza

Editorial

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Chantaje de Lukashenko a la UE

Condenar a miles de personas a soportar el clima gélido de aquella región de Europa rebasa los límites del oportunismo político y debe condenarse

La situación en la frontera de Polonia con Bielorrusia, provocada por el presidente Aleksándr Lukashenko, reúne todos los rasgos de un burdo chantaje para presionar a la Unión Europea, apoyada tal estrategia por el presidente de Rusia, Vladimir Putin. Calificar la crisis de guerra híbrida no deja de ser un eufemismo porque la labor a la que se ha entregado el dictador de Minsk no difiere en casi nada del ominoso tráfico de seres humanos que procura pingües beneficios a organizaciones mafiosas en todo el mundo. Condenar a miles de personas a soportar sin protección alguna el clima gélido de aquella región de Europa, después de realizar un largo y costoso viaje con la promesa de asegurarse un futuro mejor, rebasa todos los límites del oportunismo político y debe condenarse y combatirse sin subterfugios.

Debe evitarse, en cambio, que a causa de la confusión y el desconcierto creados por la tragedia en curso, cedan las autoridades europeas en la política de sanciones a Bielorrusia acordada en su día para castigar el régimen del dictador y sigan consintiendo las devoluciones en caliente, que vulneran la legislación internacional en materia de refugiados y la específicamente europea en el mismo ámbito. La degradación moral del régimen bielorruso no puede adulterar el respeto y la protección de los derechos humanos, sino renovar el compromiso europeo en defensa de los mismos. Lo que incluye aceptar una gestión no violenta del desafío promovido por Lukashenko, aunque tal proceder tenga el inevitable y previsible coste político y quizá aliente la discrepancia de una parte de la opinión pública.

En este orden de cosas, es razonable que los Veintisiete lleven el caso ante la ONU, aun a sabiendas de que Rusia impedirá que prospere toda iniciativa condenatoria, pero seguramente será más eficaz la aprobación de nuevas sanciones que dañen el día a día del Gobierno bielorruso. En cambio, el realismo político induce a pensar que las gestiones ante los gobiernos de los países de procedencia de los desplazados tendrán un efecto limitado, porque es más poderoso el deseo de huir de entornos donde reina la violencia y no se vislumbra un futuro esperanzador que la capacidad de control de regímenes bajo permanente sospecha, por incapaces o por su desinterés con la suerte que pueden correr sus ciudadanos.

Es al mismo tiempo razonable y necesario que las instituciones europeas eviten, al favor de la crisis fronteriza, que el primer ministro de Polonia, Mateusz Morawiecki, se salga parcialmente o del todo en su pretensión de mantener la legislación nacional por encima del acervo jurídico derivado de los tratados y de las sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Si hasta ahora ha sido mayoritaria la opinión de que la Unión Europea no puede ceder en este punto, el problema que enfrenta ahora Polonia no debe ser la ocasión para rebajar las exigencias en cuestiones tan elementales como cumplir la letra del tratado de adhesión de Polonia a la Unión Europea. Rebajar el respeto a lo firmado debilitaría la cohesión de los Veintisiete, sentaría un peligroso precedente y animaría a otros –Viktor Orbán, entre ellos– a impugnar cuanto del derecho comunitario les incomoda. Sería lamentable que el desafío de Lukashenko minara la construcción europea y premiara la porfía de Putin contra tal empresa