El auge de la mala educación
Me refugio en el Nobel de Economía Daniel Kahneman, cuando admite que “el malhumor puede acarrear beneficios”, porque la buena educación nos hace más crédulos y sensibles a la información basura
Matías Vallés
Periodista
Matías Vallés
Soy la persona más maleducada que conozco, o soy la persona maleducada que más conozco. Para no pecar de fanfarronería inversa, utilizo la mala educación como escudo, la armadura del erizo. Me refugio en el Nobel de Economía Daniel Kahneman, cuando admite que “el malhumor puede acarrear beneficios”, porque la buena educación nos hace más crédulos y sensibles a la información basura. Funciono además como un excelente barómetro del estado de la cuestión. Si al cabo del día me he topado con un ejemplo esporádico de grosería, se cumplen las leyes estadísticas dado mi bajo índice de contagio humano. Sin embargo, ahora mismo me veo desbordado continuamente por los maleducados. Superan mis baremos, me adelantan personas que eran un ejemplo de probidad. Estoy seguro de que es una percepción compartida, no por cierta sino porque es fácil ponerse de acuerdo en que algo empeora.
Dado que el coronavirus es la medida de todas las cosas, la pandemia de mala educación en paralelo debe atribuirse a las secuelas del confinamiento, al alarido a la salida de la caverna. Los clientes protestan en mayor proporción, los vendedores son cada vez más desconsiderados y replican con ensañamiento. El planeta puede sobrevivir a la inflación galopante, al desabastecimiento de kiwis o a la guerra mundial que ahora mismo novela Ken Follett, pero difícilmente se recuperará del imperio de las pésimas maneras.
No puedo demostrarlo pero, en medio de la redacción de este artículo personalizado, me tropiezo con sesudos informes de la revista 'Time' y el diario 'The Washington Post' bajo el epígrafe 'La epidemia de mala educación'. Las tendencias globales surgen siempre de una pulsión individual, los seres humanos nos igualamos en sensaciones en el mismo momento en que hemos decidido reñir con cualquier persona que se ponga a nuestro alcance. Es un desajuste caro, que corroe el funcionamiento íntimo de la sociedad y consume energía. Procede contratar un ejército de pacificadores o dulcificadores urbanos, para restaurar la urbanidad.
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