Usos lingüísticos

La lengua de los otros

El catalán es estatutariamente la lengua propia de Catalunya, pero en ningún lugar está escrito que el castellano sea una lengua impropia o extraña

Niños de primaria en una clase

Niños de primaria en una clase / Europa Press

Rafael Jorba

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Los indicadores sobre el uso del catalán preocupan al Govern, sobre todo en la escuela: si en el año 2006 el 67,8% de los alumnos decían que las actividades de grupo las hacían en catalán “siempre” o “casi siempre”, ahora solo el 21,4% manifiestan que utilizan esta lengua. La ‘década prodigiosa’ del ‘procés’ no ha corregido esta tendencia. Constato, de entrada, que no deja de ser paradójico que, si en mi adolescencia hablábamos en castellano en clase y en catalán en el patio, ahora –con la inmersión– la tendencia es a menudo la contraria.

Es innegable que las nuevas olas migratorias han añadido más complejidad a la sociedad catalana, pero también lo es que la tensión identitaria ha roto el consentimiento social que se forjó en los años de la Transición entre los castellanohablantes. Ahora, coincidiendo con el 50 aniversario de la Assemblea de Catalunya, se ha recordado que se construyó un imaginario colectivo que aunaba los derechos nacionales y los derechos sociales a partir de una idea motriz: “Catalunya, un sol poble”.

Esta quiebra del consentimiento se produjo por el paso del catalanismo político, entendido como el denominador común de la mayoría de fuerzas políticas, al soberanismo. No es de extrañar que algunos de los hijos y nietos de aquella generación que abrazó el eslogan unificador de la Assemblea de Catalunya –“Llibertat, amnistia, Estatut d’Autonomia”– se haya refugiado ahora en la lengua de sus padres. La ruptura del consentimiento ayuda a entender esa tendencia, sobre todo entre una nueva generación formada en la inmersión lingüística.

Hace una década analicé estos riesgos, que ahora se confirman, en mi libro ‘La mirada del otro. Manifiesto por la alteridad’ (RBA, 2011). Resumo algunas de aquellas reflexiones. No debe olvidarse un hecho elemental: el catalán es estatutariamente la lengua propia de Catalunya, pero en ningún lugar está escrito que el castellano sea una lengua impropia o extraña. La complejidad catalana, que fue vista como un freno, puede ser un valor añadido. Las sociedades del siglo XXI serán más complejas, más plurales; también más conflictivas.

El bilingüismo no es un déficit, sino un superávit. Aprendemos desde pequeños que el nombre de las cosas no se confunde con las cosas –una ‘taula’ es también una ‘mesa’– y, a la vez que aprendemos a leer y a escribir, aprendemos a tener una visión plural, pluridimensional, de la realidad. La normalización del catalán debería ir más ligada al fomento de valores fríos –los derechos y deberes de ciudadanía– que al de los valores calientes –identitarios y simbólicos–. El eje de este pacto de ciudadanía, que incluye el deber de conocer la lengua catalana, es el modelo social que se ofrece a los ciudadanos.

No debemos caer en la tentación de ligar el futuro del catalán a la suerte de una determinada apuesta política ni acotar su destino a los límites de un determinado techo institucional. La sociedad catalana es bilingüe, y la política de normalización debe integrar esta realidad. También el Gobierno de España debe promover el catalán como lengua española, a partir de un doble principio: hay lenguas que se ‘aprenden’, como el catalán en Catalunya, y lenguas que se ‘comprenden’: el catalán y su cultura, al igual que las demás lenguas y culturas españolas, en el conjunto de España.

Así, frente a la tentación de auspiciar un modelo monolingüe, recordaba unas reflexiones del escritor flamenco Stefan Hertmans, en ‘Le Monde’ [18-V-2009]: "En ningún lugar del mundo, la insistencia en el derecho de hablar de manera exclusiva su propia lengua favorece la integración; no suscita más que la aversión y la incomprensión (...). Bélgica podrá salvarse solo con una cosa: por medio de una política de respeto mutuo. Y este respeto empieza por un gesto cultural: aprender la lengua del otro y hablarla por respeto de la alteridad –por convicción democrática–”.

“Aquel que quiere una cultura unilingüe, que rechaza hablar una segunda lengua en este país, es ya separatista, bien sea francófono o neerlandófono (...). En un pasado lejano, el cardenal Mercier, primado de Bélgica, había dicho: ‘Bélgica será latina o no será’. La historia le ha desmentido: Bélgica será políglota o no será". El respeto a la lengua de los otros es el intangible de toda política de normalización lingüística. Así en Bélgica como en Catalunya y en el conjunto de España.

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