El Barça en Alejandría

El club cae en la decadencia después de brillar; no es el peor de su historia en el campo, pero sí el más preocupante fuera

Ansu Fati celebra el gol de la victoria contra el Dinamo de Kiev.

Ansu Fati celebra el gol de la victoria contra el Dinamo de Kiev. / Photo by Sergei SUPINSKY / AFP

Joan Cañete Bayle

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Viendo el Dinamo de Kiev-Barça, bien entrada la segunda parte, mi hijo me preguntó: "¿Es este el peor Barça que has visto?". Difícil de responder. ¿Cómo contarle a la generación Messi, a los acostumbrados a la abundancia, a quienes ya ni celebraban las Ligas, lo del Barça de Gaspart (Dutruel, Christanval, Reiziger, Rochemback, Geovanni…)? ¿O los Barça de los años de plomo que van de la Liga de Johan Cruyff como jugador a su primer entorchado como entrenador? ¿Cómo decirles que perdimos una Copa de Europa a los penaltis contra un desconocido equipo rumano o que hasta Johan las Ligas caían de década en década? ¿Cómo hacerles entender que la temporada se salvaba ganando al Madrid en el Camp Nou y que cada Copa del Rey era un fiestón en Canaletes? ¿Cómo empezar si quiera a describir el viaje sentimental, el frío baño de realidad, que va del ‘aquest any, sí’ del verano al ‘aquest any, tampoc’ del invierno?

No, no es el peor Barça que hemos visto. Pero sí es el más decadente.

La decadencia, según la RAE, es la acción y efecto de decaer: ir a menos, perder alguna parte de las condiciones o propiedades que constituían su fuerza, bondad, importancia o valor. Hay que haber estado arriba para caer en la decadencia, y esa es la enorme diferencia entre esos Barça de plomo y el actual: de dónde viene este, de dónde venían aquellos. Ni siquiera el Barça de Gaspart fue tan decadente, puesto que el dream team, bello como fue, no alcanzó la gloria de los años de Messi. 

El Lawrence Durrell de los años de Messi

Hoy, el Barça se me antoja una de esas ciudades que se quedaron atrás. Pienso en Alejandría (¿alguien se atreverá a ser el Lawrence Durrell de los años de Messi?) o en Beirut, en Detroit o en Nueva Orleans, en el Berlín postmuro antes del zoo de grúas, en la Marrakesh que late ajena al turismo. Crisis, guerras, revoluciones en las reglas sociales, religiosas, económicas y políticas -- cataclismos, catarsis, cambios de era -- suelen causar la decadencia de las ciudades. A menudo es un lento goteo, imperceptible hasta que es demasiado tarde, una mala pócima de autocomplacencia, incompetencia, inmovilismo, ceguera, mala cabeza y peores decisiones. La decadencia del Barça es de este tipo: el mundo (del fútbol, en este caso) ha cambiado, y lo que antes les sucedía a los demás ahora nos ha ocurrido a nosotros. Lo llamamos perder, pero va más allá del balón. La salida de Messi al París que en tres años celebrará JJOO (¿nos suena?) no es el cataclismo que causa la caída, sino su consecuencia más visible, la amputación de urgencia cuando la gangrena ya está extendida.

Los no futboleros, que son más de lo que parece, suelen desdeñar la importancia de lo que sucede con la pelotita. Hacen mal. El Barça es una de las multinacionales más importantes de este país, aunque a menudo nublan este hecho el ruido que lo rodea, el pintoresquismo (por decir algo) de muchos de sus próceres y las pasiones asociadas al fútbol. Mirémoslo así: la sociedad catalana no ha logrado evitar que, a pesar de contar durante más de una década con el mejor del mundo en su disciplina, el club haya caído en la decadencia desde un puesto de liderazgo y referencia globales. Si el Barça es més que un club, su decadencia es un grave fracaso colectivo que a todos nos atañe y afecta y que se añade a la ya larga lista de decepciones y disgustos que suma Catalunya en la última década.

Por eso, y para responder a mi hijo: no es el peor Barça que hemos visto en el campo, pero tal vez sí es el más preocupante fuera de él.

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