Cuando no se puede opinar
La polarización en redes sociales, donde cada vez tienen más voz los discursos más agresivos, provoca que quienes quieren hablar de política lejos de los extremos no puedan hacerlo
Ana Bernal-Triviño
Profesora de la UOC y periodista.
Ana Bernal-Triviño
La periodista Carmela Ríos ponía hace unos días el foco en un informe de Facebook. En realidad, hay un informe principal y otros anteriores que la compañía acumula con conclusiones parecidas. Tras varias entrevistas a seguidores de la red social, donde les preguntaban por la libertad que sentían en ese espacio para hablar y debatir sobre política, el resultado fue que no. La mayoría de las personas entrevistadas en esos estudios advertía a la compañía que cada vez se sentían menos seguros en la red.
La polarización en estos espacios, donde cada vez tienen más voz los discursos más agresivos, provoca que quienes quieren hablar de política lejos de los extremos no puedan hacerlo. Porque cuando lo hacen reciben odio, acoso y hostilidad. El modo de hacer frente a eso: evitar esas conversaciones y, por lo tanto, el silencio. De esta forma, los mensajes ultras y extremistas, amplificados por bots, se consolidan. Si hablamos con sinceridad, sabemos que esto no solo ocurre en Facebook, sino también en Twitter y otros entornos en red.
Creo que una amplia mayoría se identifica con este comportamiento. Que levante la mano quien no haya cambiado su forma de usar las redes sociales. Las empresas lo saben. Por eso han ido incorporando cada vez más filtros junto con las opciones de bloqueo. Pero eso no es suficiente porque, por contradictorio que parezca, en estas redes conviven al final dos efectos.
Uno, la espiral del silencio, una teoría que ya se conocía muchos años antes de las redes sociales. La politóloga Noelle-Neumann concluyó que, en política, una buena parte de la sociedad adapta su comportamiento según la actitud que predomine en ese espacio. Por entonces, ya avanzó que se producía un aislamiento de quienes mostrasen un pensamiento contrario al de la mayoría o frente a quienes mantuvieran un discurso dominante. Esta teoría es de 1977. Vamos por 2021 y no hemos cambiado mucho.
La otra es el efecto Dunning-Kruger. Es decir, quienes opinan sin apenas saber de lo que están hablando. Se sobreestiman siendo unos incompetentes, mientras que quienes sí son competentes, se subestiman. Dicen que es un sesgo cognitivo que se llama superioridad ilusoria. Eso ocurre cuando alguien se cree más listo que el resto, aunque en realidad no tiene ni idea de nada. En resumen, tener bastante ego.
Y, a todo esto, sumemos el crecimiento de los bulos y cómo las redes ayudan a difundirlos. Con estos perfiles que acabo de contar, donde una buena parte no quiere hablar por miedo y la que debería quedarse callada no para de creerse el ombligo del mundo, tenemos este resultado.
En las redes una parte opina de todo. A mí no se me ocurre ni ahora ni antes, cuando no me conocía nadie, opinar de cada post de Facebook o Twitter, ni mucho menos sobre la vida privada. Yo lo asumo, en primera persona. He dejado de opinar en las redes sociales. No considero que sea el lugar. Ya no lo es. Cuando escribo un artículo de opinión como este o debo subir algún vídeo de televisión con una intervención mía, entro en la red, la comparto y salgo. Estaría muy bien que ese análisis de Facebook contemplara otras variables, como el sexo o determinados perfiles. Como mujer y feminista, he recibido mensajes e insultos no solo de hombres machistas, sino de mujeres y de otros colectivos, independientemente de su raza o identidad sexual. La misoginia está impregnada en la sociedad y vuelca su bilis en estos espacios. Luego están las “cazas de brujas” de quienes te ponen el pie en el cuello para que hables del tema que les interese, sin pensar en nada más. Al final, tienes que poner el muro del autocuidado por delante y las promesas a tu gente, porque nadie va a mirar por tu desgaste emocional.
Al final aplicamos una autocensura por cientos de motivos, pero porque las propias redes sociales están tolerando ese odio. Frente al negocio que se mide en cifras, usan la excusa de la libertad de expresión para que campen a sus anchas los peores mensajes. Que tomen nota estas empresas si no quieren poner en peligro las democracias. Las redes nacieron para opinar y ya no se puede opinar. La distancia entre el odio en el mundo real y virtual es muy corta. Que prenda en las calles sin vuelta atrás es cuestión de unos cientos de tuits más.
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