Polémica político-judicial

Jordi Nieva-Fenoll

Catedrático de Derecho Procesal de la Universitat de Barcelona.

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El diputado caído

Un diputado ha dejado de serlo y el Congreso no le ha protegido. No es un hecho cualquiera. No se puede mirar para otro lado

Alberto Rodríguez

Alberto Rodríguez / David Castro

Los diputados representan al pueblo porque les ha votado la gente, y por ello deben ser protegidos de posibles ataques del poder judicial. Ese es el origen de su inmunidad. Ocurrió en 1512 que Richard Strode, un diputado del Parlamento inglés, quiso presentar una iniciativa legislativa para mejorar las condiciones laborales de los mineros del estaño. Sin embargo, un tribunal apresó a Strode para impedir que pudiera acudir al Parlamento, dado que su iniciativa podía dificultar la producción minera. El Parlamento reaccionó inmediatamente con una disposición que es el origen de la inmunidad parlamentaria, y que obligó a liberar inmediatamente al diputado. La historia inglesa conoce varios casos posteriores similares. El 'lawfare' tiene precedentes.

El caso del diputado Alberto Rodríguez también pasará a la historia. Lo que se contará es que fue condenado a una pena de 45 días de prisión que no cumplió al poderse sustituir por una multa de 540 euros. También se dirá que la sentencia vulneró la presunción de inocencia, al darle total credibilidad al lacónico testimonio del policía-víctima en desprecio de todo el resto de evidencias que introducían una duda más que razonable sobre la existencia del delito. Y que, además, el tribunal impuso como pena accesoria que el diputado no pudiera ser elegido si había elecciones durante ese período de 45 días de la condena. Eso y nada más es lo que dice la sentencia.

Los grupos parlamentarios de Vox y PP pidieron que se retirara la condición de diputado a Alberto Rodríguez. Ante la sorprendente petición leyendo el tenor de la sentencia, los letrados del Congreso redactaron un completísimo informe en el que sugerían rechazar dicha solicitud, sugerencia que la mesa del Congreso por amplia mayoría quería seguir. Pero, pese a ello, la presidenta del Congreso decidió pedir al tribunal aclaración sobre cómo proceder, solicitud que fue rechazada por el presidente de la Sala II del Tribunal Supremo, Manuel Marchena, sin más explicaciones que recordar –innecesariamente– que el Tribunal Supremo no es un órgano consultivo, remitiendo a la presidenta a la lectura de la sentencia pero, y esto es importante, sin aclarar si sustituida la pena principal de prisión por la multa y pagada esta, se mantenía la pena accesoria y, sobre todo, si esta implicaba la pérdida de la condición de diputado. Y es que lo que pidió Meritxell Batet no fue un “asesoramiento”, sino simplemente que el tribunal le dijera exactamente lo que tenía que hacer para cumplir la sentencia, cosa que el tribunal no hizo, y esto también es importante. Tanto la sentencia como la respuesta a la presidenta fueron ambiguas en este punto, aunque una lógica mínimamente esencial lleva a entender que desaparecido lo principal, muere lo accesorio.

La presidenta, al recibir la no-respuesta del Tribunal Supremo, decidió apartar al diputado. No esperó a recibir un eventual –e improbable– requerimiento directo y terminante del Tribunal Supremo, sin el cual hubiera sido imposible que la pudieran imputar por desobediencia, siempre que el Congreso hubiera concedido el “suplicatorio”, que es mucho decir. Así se hubiera dado tiempo al diputado para interponer un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, el cual debía ordenar la suspensión de esa fantasmagórica pena accesoria de inhabilitación para no hacer perder al recurso su finalidad, por el evidente perjuicio irreparable de la pérdida del acta de diputado.

No fue así. Se optó por no evaluar siquiera la extrema fragilidad argumental de la sentencia condenatoria, lo que estaba obligado a hacer el Congreso precisamente para preservar la división de poderes, que a veces debe defenderse cuestionando legítimamente una resolución judicial, como enseña la Historia. Se ha aplicado la interpretación más adversa al reo –lo que está prohibido por el Derecho Penal– y la menos favorable al derecho de representación política, lo que contraviene la doctrina reiterada del Tribunal Constitucional en este sentido y es insólito en una cámara legislativa. 

Un diputado ha dejado de serlo por una precaria condena derivada de un hecho levísimo multado con 540 euros. El Congreso no ha protegido a su diputado. No es un hecho cualquiera. No se puede mirar para otro lado.

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