Odiadores lingüísticos
Convertir la lengua en un garrote supone, además de una insensatez, un poco volver a las cavernas, cuando el ser humano no había descubierto aún la magia de la palabra
Carles Francino
Periodista
‘Mediterráneo’ lleva casi un mes en cartel y no ha reventado la taquilla, pero la han visto ya más de 50.000 personas. Algo es algo, sobre todo porque la historia de Open Arms creo que merece ser conocida ‘urbi et orbe’. Uno de sus protagonistas en la ficción, el gran Eduard Fernández, me comentaba el otro día, entre alucinado y triste, que alguien había montado una campaña en redes contra la película… ¡porque está hecha en castellano! “Deben de ser cuatro gatos...”, especulaba, y seguramente lleve razón. Pero hay gestos que no pesan tanto –o no solo– por la frecuencia sino por su significado. Me acordé del añorado Joan Margarit, aquel poema donde recordaba su infancia cuando la Guardia Civil le decía: “¡Habla en castellano, coño!”; para añadir más adelante: “Pero las peores entre las palabras, las que más daño iban a causarme, las he escuchado en mi propia lengua”.
Margarit me parece un ejemplo superlativo de la gran fortuna que tenemos los nacidos en Catalunya: podemos ser bilingües de fábrica. Y eso que a él le tocó una época en la que el catalán estaba proscrito por la dictadura, pero no por culpa del castellano o de sus hablantes, sino de Franco y quienes le bailaban el agua; entre los cuales había, por cierto, no pocos catalanes. ¡Claro que hoy siguen existiendo en España instituciones, partidos, colectivos y personas que ningunean o denigran el catalán! Pero, ¿sirve de algo el ojo por ojo, resulta inteligente cultivar la antipatía mutua? Yo creo que convertir la lengua en un garrote supone –además de una insensatez– un poco volver a las cavernas, cuando el ser humano no había descubierto aún la magia de la palabra. A los saboteadores de ‘Mediterráneo’ les recomiendo el último libro de Lorenzo Silva. Se titula, precisamente, ‘Castellano’; así que antes de que les salga un sarpullido, sepan que el autor, madrileño, asegura no querer “por la inquina de unos pocos perder el espacio afectivo y de enriquecimiento personal que había encontrado en Catalunya y su cultura”. ¿Serán capaces de entenderlo los odiadores lingüísticos?
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