¿Ya no mola Carmen?
Vista en su conjunto, la operación resulta fea; mira por dónde, ahora que las escritoras de novela negra venden más que nadie, zas, vamos y nos disfrazamos de señora
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Como en la canción aquella de Los Chunguitos, la mera aparición de la Carmen real nos ha dejado patidifusos, clavados en el suelo, sin habla. Me refiero al Planeta, dotado esta vez con un millón de lereles, cuya concesión ha destapado la verdadera identidad de la autora superventas Carmen Mola. Pues bien, resulta que no era una mujer, sino un trío de varones guionistas, procedentes del mundo de la televisión: Agustín Martínez, Jorge Díaz y Antonio Mercero. Pero ¿cómo?, ¿tres tíos?, ¿esto qué es, una broma pesada? «Caaaarmen, voy a tener que emborracharme, Carmen, Carmen, Carmen». Dejando la guasa rumbera a un lado, el estriptís de la supuesta novelista mantiene viva la llama de un debate polarizado más o menos en dos bandos, entre quienes consideran el asunto una jugarreta poco ética y quienes aplauden un ingenioso golpe de efecto mercantil.
Vista en su conjunto, la operación resulta fea. Si se recuerda el camino andado, las novelistas del siglo XIX se vieron obligadas a escudarse tras seudónimos masculinos para publicar, para que les hicieran caso, como las hermanas Brontë, quienes se sacaron del bonete a otros tres hermanos apellidados Bell: Currer, Ellis y Acton. Y, mira por dónde, ahora que las escritoras de novela negra venden más que nadie, zas, vamos y nos disfrazamos de señora. Con todo, el patinazo no radica ahí, en lo simbólico, sino en el hecho de que se le había inventado una biografía a la falsa autora, supuesta profesora de instituto y madre de tres chicos, una mujer que posaba de espaldas y en gabardina para no herir las susceptibilidades de su entorno por escribir páginas tan ‘gore’ y pasadas de vueltas. Un cuento chino que nos tragamos enterito. El pecado de la ingenuidad una vez más, como si fuera posible creer todavía que el mundo editorial —tan elevado, tan espiritual y prístino— se mantiene al margen de los manejos del capitalismo rampante. La pela es la pela, ahora y cuando Dickens cruzaba insomne los puentes sobre el Támesis.
El ‘soufflé’, la espuma de gaseosa, la hoguera de virutas identitaria no tardará mucho en consumirse. Mucho más interesantes parecen las preguntas a largo plazo que despierta el ‘affaire Planeta’. Algunas, morbosas: ¿se mantendrá la cuantía del premio en adelante? Y otras de mayor calado: ¿qué será de los pobres novelistas? Como dice el autor colombiano Santiago Gamboa, “el escritor es la clase obrera de la literatura”. Visto lo visto, habrá que trabajar en equipo, arrejuntarse en tríos no binarios, para comerse una rosca con los libros. En esta época caleidoscópica, en que la concentración dura lo que una cerilla prendida, resulta prácticamente imposible competir con la vivacidad de las series hipnotizantes desde la soledad del escritorio. ¿Qué busca el lector en un libro? ¿Mero entretenimiento? ¿O consuelo, luz en la oscuridad? Ojalá puedan convivir durante mucho tiempo ambos objetivos… Ya ves, lo que son las cosas, empezábamos con rumba y acabamos cuesta abajo en la rodada, a ritmo de tango, con la novela sola, fané y descangallada.
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