Adoctrinamiento

Los dueños de la moral

Todo lo que podría presentarse como un debate ideológico es en realidad una pugna por imponer una determinada idea de España y de la libertad y una concepción concreta de la democracia

Pablo Casado, a su llegada a la plaza de toros de Valencia

Pablo Casado, a su llegada a la plaza de toros de Valencia / EFE / MANUEL BRUQUE

José Luis Sastre

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A menudo España, más que un país, es una idea. O una ideología: y cada cual la piensa a su manera. A veces, algunos la tratan como a un coto del que fueran los dueños y al que no le caben interpretaciones ajenas. España es una y es mía, sea por amor o por complejo. Se trata de una apropiación antigua, que ha sobrevivido durante generaciones y que se ha ido a cruzar con un fenómeno en alza, basado en negar a los demás la capacidad de tener una opinión distinta. O en negarles, incluso, que puedan tener razón: se llama intolerancia.  

A la idea de España le han salido muchos dueños lo mismo que le han salido dueños a la palabra libertad, redefinida después de la pandemia como el ocio sin restricciones. Libertad fue en los 90 conducir sin que nadie te dijera cuántas copas de vino podías tomar y libertad es en la actualidad abrir los aforos de los bares porque lo contrario era propiciar a propósito el hundimiento de los negocios. Libertad es salir a bailar y bajar los impuestos. Es, en fin, una acepción muy concreta que incluye, con la misma facilidad, ponerle trabas a la ley de la eutanasia y a la ley del aborto; porque hay libertad pero depende.  

Resulta lógico, entonces, que si uno tiene su propio concepto de lo que es la libertad, que si uno es el dueño de la libertad, pueda decir que lo importante, más que votar libremente, es votar bien, porque los que quieren que sean suyas las palabras pretenden en el fondo que sea suya la moral. Lo relevante en esa frase de Mario Vargas Llosa no está en la idea de la libertad, que era conocida, ni que al declararse él liberal y amante de las leyes pareciera señalar al resto como menos amantes o rigurosos, proclives a no se sabe qué servidumbres.  

Lo relevante de Vargas Llosa está en que introduzca en su razonamiento la idea del bien –de votar bien– porque implica el último estadio de la colonización de las palabras: llegar a adueñarse de la moral, de lo que está bien y lo que está mal. Una vez, en un arrebato, atenazado por la presión de las encuestas, Mariano Rajoy resolvió un mitin así, distinguiendo entre los buenos y los malos, igual que en los dibujos animados. Aquello fue un indicio, forzado por la necesidad electoral. Esto ya es otra cosa.  

Todo lo que podría presentarse como un debate ideológico -una guerra cultural, como lo llaman ahora- es en realidad una pugna por imponer una determinada idea de España y de la libertad y una concepción concreta de la democracia por la que los votos pertenecen a los partidos, en vez de a los votantes. Pero no es eso. No es eso solo. Lo que hay es una premisa tan sencilla que asusta: quedarse con la idea del bien. El resultado es que la división dejaría de ser entre la izquierda y la derecha, que es como aún se organizan los parlamentos, para volverse entre buenos y malos, a la manera en que se hizo la Biblia y Dante dispuso la Divina Comedia.  

Es una idea cercana a la religión –la política se arriesga, al final, a quedar reducida a una mezcla de fe con presupuestos- que les interesa explicitar muy poco. Porque, ¿cómo van a presumir de libertad si luego establecen lo que está bien y lo que está mal desde púlpitos laicos? Es curiosa la fórmula por la que puede considerarse intervencionismo el pago de los impuestos y en cambio resulta lo más natural señalarle a la gente lo que hace bien y lo que no. Los que adoctrinan son otros, dicen, mientras toman palabras y morales con el empeño de un promotor inmobiliario. Quizá por eso empiezan a oírse cantos sobre la liberalización de los suelos.

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