La edad de hielo
El apagón de la principal red de mensajería mundial se tomó a partes iguales con alivio y con pánico
De regreso a casa, anoche cogí un taxi. Tuve la suerte de coger a uno de los que sientan cátedra desde el conocimiento, un profesional ilustrado en el oficio de la vida, sin duda; cada opinión, una punzada certera a la actualidad; discurso bien construido y argumentado, consecuencia de varios filtros después de decenas de horas al día de sintonizar tertulias de uno y otro ámbito ideológico, con criterio a la hora de moldearse una opinión propia. Tras una exposición bien alimentada de argumentario, coronó la primera parte del trayecto con un “a mí me van a enseñar estos lo que es trabajar” en alusión a la clase política en general. Una vez coincidí con un taxista licenciado en filosofía y no sabía tanto como el que me llevó ayer a casa. Acabé hablando con el filósofo sobre historia del rock. Sabía yo más que él, aunque el trayecto fue agradable.
En mitad de una calle del centro, a mi taxista le entró un watsap que no llegó a mirar, lo que derivó la conversación hacia el apagón que días atrás sufrieron en todo el mundo las tres grandes plataformas de Mark Zuckerberg, WhatsApp, Facebook e Instagram. Dado que ya habíamos tomado ciertas confianzas después de dos rotondas y un par de bocacalles, el conductor descendió al lenguaje de lo terrenal para resumir el asunto: “En una de estas nos vamos todos a tomar por culo”. Y, básicamente, ese es el resumen de la mayor caída de la historia de las plataformas de mensajería instantánea y redes sociales, la dependencia extrema de internet en la que se ha sumido el mundo global y la posibilidad real de que un apagón prolongado en la red nos llevaría de nuevo no ya a la edad media, sino a la edad del hielo.
La periodista Esther Paniagua acaba de sacar un libro que recomiendo solo por referencias y por algunas entrevistas que el taxista y yo hemos escuchado en la radio. Su título es 'Error 404: ¿Estamos preparados para un mundo sin internet?'. En 352 páginas, Paniagua y el taxista llegan a la misma conclusión, aunque seguramente en el libro la periodista entra más al detalle y desarrolla con mayor profusión el aserto de mi conductor preferido de Madrid.
En sus páginas, y cito a la autora, se recuerda la breve reflexión de un directivo de Google cuando se hace la pregunta de cómo podría acabarse con la civilización occidental tal como hoy la conocemos: “Apagando internet”. En dicho caso, lo de menos sería dejar de recibir durante seis horas el meme gracioso de la pandilla de amigos. Imaginen: pagos de nómina, reservas de viajes, compra de billetes, transferencias bancarias, comunicaciones en tiempo real, comercio y consumo online, transacciones bursátiles, edición de medios de comunicación, interacciones con la Administración y entre administraciones, plataformas de televisión, el ocio y los servicios durante una pandemia, telefonía en general, servicios de sanidad y enseñanza, fuerzas de seguridad. Sumen y sigan.
Hay dos elementos que están permanente a nuestro alrededor con independencia de donde nos encontremos: uno es internet y el otro es cualquier producto fabricado en China. Siempre hay alguno cerca, desde un pantalón de marca fabricado en el país asiático hasta la funda del móvil. China, respondía Esther Paniagua en una de las entrevistas concedidas a la radio, es el único país que en su día tomó la precaución -básicamente como forma de control a su población- de crear su propia red, con un lenguaje diferente al que permite operar con internet en el resto del mundo y escudada de posibles invasiones tecnológicas de otras potencias, de modo que resultaría menos probable que cualquier otra “enemigo” lograra atravesar la muralla digital china que el hecho opuesto, en el caso de que a ese gobierno le diera por apagar las comunicaciones de sus oponentes. India, verbigracia, “castigó” a su población sin internet durante varios meses y aquello casi acaba en bancarrota.
El apagón de la principal red de mensajería mundial se tomó a partes iguales con alivio y con pánico, sobre todo entre esa población que parece haber olvidado que el teléfono también permite realizar la llamada de toda la vida. Sin embargo, nos debe servir para reflexionar hasta qué punto dependemos de la red para sobrevivir. Llegados a este punto, y mientras abandonaba el taxi, me pareció ver a su propietario marcando un número de teléfono para hablar de viva voz con el remitente del wasap. En su día, todos debimos hacer lo mismo. Ahora ya es tarde.
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