Convención itinerante

En un rincón abarrotado

La actual agenda política del PP obliga a Pablo Casado a encerrarse en el acuerdo con Vox, única alianza posible

Pablo Casado, en su intervención en la plaza de toros de Valencia

Pablo Casado, en su intervención en la plaza de toros de Valencia / EFE / MANUEL BRUQUE

Paola Lo Cascio

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Esta semana Pablo Casado ha intentado hacerse un hueco en la agenda informativa a través de la peculiar convención itinerante que ha celebrado el Partido Popular y que le ha llevado de gira por diferentes comunidades gobernadas por los conservadores.

Se trataba de una iniciativa para acabar de afianzar el liderazgo del presidente del PP -frente a la estrella ascendente, Isabel Díaz Ayuso-, y, a la vez, para intentar ejemplificar que la recomposición de la derecha, después de la crisis irreversible de Ciudadanos y en abierta campaña de seducción hacia Vox, se hará bajo las siglas del partido fundado por Fraga y llevado al gobierno por José María Aznar.

¿Se han cumplido los objetivos de la convención? Parece difícil poder responder positivamente, por más de una razón.

En parte por los traspiés que ha experimentado el propio desarrollo de la convención: desde la invitación a un Sarkozy encumbrado como referente y condenado en estos días por corrupción hasta la noticia de que el nombre de Vargas Llosa -uno de los más locuaces y desinhibidos ponentes de las jornadas de debate “teórico”-, aparece con todas las letras en los papeles de Pandora como gran evasor fiscal.

Sin embargo, que la convención no alcanzara los objetivos de consolidación de la imagen y del liderazgo de Casado y del relanzamiento definitivo de su PP de cara a la opinión pública tiene unas razones de fondo más estructurales, que tienen que ver con la posición objetiva en la cual se encuentra el dirigente popular.

En primer lugar, su posicionamiento ideológico, tremendamente influenciado por la necesidad de recuperar al menos una parte de los votos de Vox, que lo empuja hacia posiciones y actitudes extremas. No nos engañemos: la cultura política de los conservadores españoles siempre ha tenido más influencias atlánticas que europeas. Mientras en Europa los conservadores redescubren a Keynes en el escenario pospandémico, el PP sigue siendo una derecha neoliberal desacomplejada, que se ha reflejado siempre más en Sarah Pallin que en Angela Merkel. Sin embargo, en sus años de más fuerte hegemonía había siempre concedido espacio a culturas del conservadurismo más inclusivas y menos ásperas. De hecho, es una realidad que dentro del PP (especialmente en algunas de las comunidades en donde gobierna, desde Galicia a Andalucía o Castilla-La Mancha) existe, aunque de momento parece invisibilizada. Reírles las gracias a las bromas supremacistas de Vargas Llosa y Aznar, dar espacio a los ataques en contra del “indigenismo” del papa Francisco, agitar el espantajo “comunista”, no es un cúmulo de errores, es un programa político. Es intentar recuperar aquella parte más “cafetera” de la derecha española que hace unos años se fue a Vox y que se considera prioritario recuperar, como en cierta manera supo hacer Isabel Díaz Ayuso en las elecciones de mayo en Madrid. Y aquí viene la segunda razón de las dificultades objetivas del intento de Casado: está obligado a competir con una lideresa que ha sabido heredar 'aznarismo' y 'aguirrismo', componiendo su propia propuesta al mismo tiempo dura y pop, en línea con cierto espíritu nacional-populista de los tiempos. La escenificación de la lealtad al líder popular fue eso, una escenificación: Díaz Ayuso no renuncia a nada, ni al control del partido en Madrid (que Casado querría para el aparato, diluyendo así el ascendente de la presidenta) ni a la posibilidad de ser candidata, desbancando al presidente. Probablemente lo decidirá en el último momento: si las encuestas son negativas dejará que Casado se estrelle, si son positivas, dará el asalto.

Las dos competiciones -con Vox y con Isabel Díaz Ayuso-, obligan a Casado a tener un guion escrito de antemano, hecho de guerras culturales casi neocoloniales, de desprecio hacia lo identificado como 'progre', de ataque frontal al Gobierno (por lo tanto de descalificación del PP como partido de Estado), de trazo grueso contra “los enemigos de España”, sean rojos o separatistas, y de agenda política recentralizadora (piénsese en la propuesta de quitar las competencias de prisiones a Catalunya y a Euskadi). Una agenda política que aísla el PP: dentro de la UE lo transforma en un objeto político más parecido a los grupos de derechas de países como Polonia o Hungría, y dentro de España lo aleja de cualquier posibilidad de acuerdo futuro con los grupos nacionalistas conservadores tanto catalanes como vascos, obligándose a encerrarse en el acuerdo con Vox como única alianza posible.

Pablo Casado así hoy esta más en un rincón. Aunque sea un rincón abarrotado como la plaza de toros de Valencia, llena en todas sus gradas.