Prisiones peligrosas

Cárceles en América Latina: un polvorín

Las condiciones y la forma en que se trata a los reclusos en los países de la región son propias de las antiguas mazmorras

Más de 50 presos mueren en un motín en Venezuela

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Salvador Martí Puig

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La semana pasada, un enfrentamiento entre reclusos y fuerzas de seguridad en una cárcel de Guayaquil, Ecuador, se saldó con 118 muertos y 79 heridos. Este evento, que mantuvo en vilo al país, se ha convertido en una de las masacres carcelarias más graves de la región. Sin embargo, este macabro acontecimiento no es una sorpresa ni una excepción. Si cualquiera de los lectores pusiera en un buscador “masacre en una cárcel de…” y fuera añadiendo sucesivamente el nombre de un país latinoamericano se daría cuenta de que el sistema carcelario en América Latina es un polvorín donde los motines y las rebeliones se han ido sucediendo a largo de estas últimas dos décadas.

Hechos similares al de Guayaquil se han presentado en cárceles brasileñas como la de Altamira de Pará, la de Anísio Jobim de Manaos, la de Boa Vista en Roraima o la de Carandiru en São Paulo. La suma total de víctimas en estas masacres en Brasil sobrepasa los 500 decesos, entre apuñalados, decapitados, descuartizados, quemados y asfixiados.

La oleada reciente de violencia penitenciaria en la región, como hemos dicho, no es casual, ya que en estas instituciones coexisten innumerables problemáticas entre las que destacan tres: la sobrepoblación, los recursos escasos y la violencia en el interior de las prisiones.

Precisamente este último elemento –la violencia física– es central en la experiencia carcelaria en América Latina. La dureza cotidiana de las relaciones dentro de los penales, la lesión física y el sometimiento a condiciones infrahumanas de reclusión son la norma. Pero más allá de la violencia ejercida por los custodios y entre los presos, se debe añadir la violación sistemática al derecho a la intimidad y la exigencia de cobros indebidos ya que –casi siempre– ser preso significa no contar con los elementos mínimos para sobrevivir en reclusión. Así las cosas, los presos deben pagar por sus alimentos, sábanas, ropa y otros bienes esenciales a través de sus familias o prestando servicios –y lealtad– a los “grupos organizados” presentes en la cárcel, que generalmente están vinculados a las redes del crimen y el narco.

En estas circunstancias, las cárceles, con una ausencia total de servicios formativos y laborales, no cumplen con el principio rector de un sistema penitenciario moderno: la voluntad de reinserción. Este cometido, que en muchos lugares es un eufemismo, ni se plantea en América Latina. Es más, en la región tanto las autoridades judiciales como las políticas reconocen que el castigo penitenciario supone la violación de derechos, a la vez que dan por sentado que el preso debe sufrir este calvario hasta que su pena se extinga. Al recluso se le exige, por tanto, padecer los rigores del hacinamiento y la violación de su dignidad. Lo peor, sin embargo, es que también está de acuerdo con este orden de cosas un amplio sector de la sociedad que –además– a menudo vota a candidatos que prometen más “mano dura”: más presos, más cárceles y más castigo.

En 2013, un grupo de profesores sostuvimos un diálogo con el ministro de Justicia de un país centroamericano sobre este tema, y expusimos la necesidad de contemplar el sistema penitenciario como una política social de reinserción en la que el Estado tenía la obligación de garantizar la dignidad de los reos, así como de proporcionar servicios formativos. Después de nuestras intervenciones, el señor ministro respondió –con cierta ironía– que si a los presos de su país se les daban las prestaciones que nosotros planteábamos, ir a la cárcel supondría un premio y no un castigo. Al final nosotros expusimos que si no se hacían reformas urgentes en política penitenciaria, la pena de prisión era equivalente a la pena de muerte.

Como pueden imaginar, nadie nos hizo caso. Al final, como repite el profesor y colega Gonzalo Escobar, parece que el sistema penitenciario de América Latina no ha cambiado desde la época de la colonia, cuando el trato dado a los presos era indiferente a la ciudadanía. Los calabozos –dice– quizá han cambiado, pero las condiciones y la forma en que se trata a los reclusos son propios de las antiguas mazmorras.

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