El futuro en un huevo
Lástima que el futuro que anticipaba el Tamagotchi se parezca más a un libro de Bradbury que a aquel llavero de plástico que pedía amor
Natàlia Cerezo
Escritora y traductora
A finales de los 90, dos futuros premios Nobel de Economía, Aki Maita y Akihiro Yokoi, crearon un nuevo juguete que sacaría por primera vez los debates sobre robótica e inteligencia artificial fuera de los círculos expertos o de ciencia ficción: el Tamagotchi.
Recuerdo el primero que vi. Habíamos ido a ver una obra de teatro con el cole. Antes de que apagaran las luces, un murmullo recorrió la sala porque un niño tenía uno. Formamos un corrillo a su alrededor y, con gran ceremonia, lo sacó del bolsillo. Era un huevo de plástico amarillo con un llavero y una pantalla en blanco y negro con una criatura pixelada. Los niños nos sumimos en un silencio reverencial hasta que el Tamagotchi soltó un bip tímido y todos estallamos en "ohhhhhhs".
Pronto todo el mundo tuvo uno y, claro, los padres se posicionaron. Los había que estaban a favor, porque así los niños aprendían a ser responsables, y quienes lo odiaban porque los distraía en clase. Incluso empezaron a correr rumores, como que una niña en Japón se había suicidado porque su Tamagotchi había muerto.
Toda esta fiebre por las mascotas virtuales sería precursora de lo que ahora se conoce como ‘efecto Tamagotchi’, es decir, el apego emocional que podemos llegar a sentir por objetos o incluso por un software (como en la película ‘Her’). Fue gracias a juguetes como Tamagotchi o Furby (aquel muñeco inquietante con pintas de búho drogadicto) que los investigadores pudieron determinar que, aunque era imposible que los objetos sintieran algo por los humanos, los humanos sí podían sentir algo los objetos si, como ocurría con las mascotas virtuales, les evocaban amor o inteligencia.
Había nacido una nueva entidad, un objeto que según aquellos estudios estaba vivo de una manera no convencional, pero legítima. Sin saberlo, habíamos visto un trocito del futuro. Lástima que al final ese futuro se haya parecido más a un libro de Bradbury que a aquel llavero de plástico que pedía amor.
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