Tres apuntes inmobiliarios
Tal y como están las cosas, la mayoría de la gente solo puede optar a una casa mala en una calle buena o a una casa buena en un barrio malo
Jordi Puntí
Escritor. Autor de 'Confeti' y 'Todo Messi. Ejercicios de estilo'.
Uno. A veces recuerdo, sin nostalgia, la primera vez que alquilamos un piso de estudiantes en Barcelona. Era el verano de 1986 y el ritual consistía en comprar el periódico del domingo y marcar todos los pisos que tenían “muchas posibilidades”. Como éramos cinco y veníamos de comarcas, nos fijábamos en los precios módicos, los barrios cercanos a la universidad o al metro. Al día siguiente llamábamos a todos esos números, de particulares o de agencias disfrazadas, e iniciábamos la carrera del salmón, río arriba, contra corriente, tratando de anticiparnos a decenas de otras personas que querían lo mismo. Hacíamos cola frente a un edificio y, si no eras el primero, a menudo te quitaban el alquiler ante las narices con una paga y señal. La picaresca, entonces, todavía tenía un poso franquista, de corrupción pequeña, como ese tufo de coliflor hervida que apestaba en todos los patios de luces de la ciudad –o al menos en los de la Barcelona que nosotros nos podíamos permitir–.
Dos. Ahora todo aquel trasiego parece anticuado. Hace años que internet revolucionó el mercado inmobiliario, facilitando la búsqueda de pisos –incluso se pueden hacer visitas virtuales–, pero la picaresca se ha vuelto más astuta y al final te piden más papeles, más problemas. Es un espejismo que sea más fácil alquilar un piso, con la presión gentrificadora del turismo, la amenaza de Airbnb y los pisos subalquilados y la escasa oferta de vivienda pública. Además, la crisis económica y la pandemia han ensanchado la distancia entre ricos y pobres, y crece la destrucción de la clase media. ¿Quién puede alquilar, o comprar, la casa de sus sueños? De hecho, ¿quién puede pensar que existe? La narradora de la novela ‘Tránsito’, de Rachel Cusk (Asteroide), quiere comprar una casa en Londres para vivir con sus dos hijos, pero tiene un presupuesto limitado. Un amigo le cuenta que, en su situación, solo puede optar a una casa mala en una calle buena, o a una casa buena en un barrio malo. “Solo los muy afortunados y los muy desgraciados”, le dice, “tienen una suerte pura: a los otros nos obligan a elegir”.
Tres. En París, Leo Messi ha tardado un mes en encontrar casa, y no es la de sus sueños. En lugar de una mansión a las afueras, como en Barcelona, ha elegido la zona noble de París, a 500 metros del Arco de Triunfo. Según cuentan, la primera opción era un palacete rosa, a imitación del Trianon, donde había vivido el conde Robert de Montesquiou, poeta, amigo de Proust y protagonista del último libro de Julian Barnes, ‘El hombre de la bata roja’ (Anagrama). Para el propietario, los poetas del PSG deben ser más atractivos y ricos, y aumentó el alquiler en el último momento, cuando supo que los interesados eran el matrimonio Messi. Ellos, indignados, se echaron atrás y han terminado alquilando otra residencia, con jardín y piscina. Veinte mil euros al mes para una segunda opción, cerca de sus amigos argentinos. Según como lo mires, incluso los Messi, que forman parte de la élite de la suerte pura, han tenido que elegir una casa mala en un barrio bueno.
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