Editorial
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Las múltiples caras del botellón

La incrustación de actitudes vandálicas en encuentros masivos tiene raíces profundas y no puede ser tratada como un mero problema de orden público

Botellón en la playa del Bogatell.

Botellón en la playa del Bogatell. / JORDI OTIX

El fenómeno de los botellones –que por supuesto ya existía antes de la pandemia, pero que se ha desbordado como alternativa o válvula de escape a consecuencia de las restricciones impuestas por la crisis sanitaria en el ocio nocturno– no es una novedad ni debe circunscribirse tampoco a la ciudad de Barcelona ni a los recientes altercados producidos en la capital. Este verano, principalmente, y a raíz del levantamiento progresivo y parcial de los toques de queda, hemos asistido a episodios similares en determinadas poblaciones de la costa –con alcaldes que querían reimponer el cierre de sus localidades no como medida sanitaria sino de orden público–, y también, hace pocos días, en la celebración multitudinaria y no autorizada, por supuesto, del campus de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB). 

El factor diferencial de lo ocurrido en los últimos meses ha sido el aumento gradual de la violencia, la agresividad y el vandalismo. Los responsables de la fuerzas de seguridad optaron inicialmente por una cierta permisividad, que ha acabado por demostrarse insuficiente, con mecanismos que estaban más centrados en la contención, la prevención sanitaria y la seguridad del entorno. A pesar del despliegue de la Guardia Urbana, con un 30% de agentes más en el turno de noche que en un fin de semana cualquiera, y de la posterior intervención de los Mossos, lo cierto es que lo vivido el viernes y el sábado, primero en la avenida Maria Cristina y después en la playa del Bogatell (con 40.000 y 30.000 personas congregadas, respectivamente), reclama actuaciones disuasorias. Pero también una reflexión a fondo. 

Hay muchos factores que pueden explicar el auge de los macrobotellones, y la incrustación en estos encuentros masivos de actitudes violentas, como se han infiltrado también en actos con trasfondo deportivo o en manifestaciones de distinto signo político. No pueden ofrecerse análisis simplistas, ni tampoco achacar la culpa, generalizando, a toda una generación de jóvenes, ni analizar lo sucedido como un simple problema de orden público cuyo desbordamiento o solución depende de un dispositivo policial más o menos adecuado. La tensión acumulada durante el confinamiento y los meses de restricciones, la falta de contacto social y las consecuencias psicológicas de un extenso periodo de medidas prohibitivas están entre las causas de eclosión de estos encuentros de ocio nocturno desestructurado, con un consumo compulsivo de alcohol y de otras sustancias tóxicas –y del hecho de que, en casos extremos, deriven en una violencia primaria e irracional. Pero intentar entender lo sucedido sin apriorismos y explicar los mecanismos que hay detrás de estos comportamientos no tiene nada que ver con disculparlos. 

En esta reflexión, con múltiples facetas y pocas seguridades, cabe preguntarse si la banalización, o incluso el enaltecimiento desde figuras con responsabilidades públicas, de acciones agresivas hacia la policía y de ocupación y destrucción del entorno urbano ha ayudado a naturalizar el vandalismo en otros contextos. O la influencia de determinados discursos de odio, o la ausencia de valores de responsabilidad personal. Sin caer en el error, en el que se ha incurrido en los últimos días, de limitar el debate a la búsqueda de culpabilidades en la gestión del orden público o el discurso político del respectivo contrincante político. Es mucho más fácil, pero más alejado de la realidad, que intentar entender qué claves explican lo sucedido y qué alternativas ofrecer, al tiempo que se garantiza la seguridad del espacio público y las personas.